sábado, agosto 09, 2008
La pruna
Esta mañana me encontré el hueso de la ciruela en medio de la tostada con mantequilla. La mermelada me la había traído mi primo desde mi país, hacía ya tres o cuatro semanas y desde entonces yo empezaba cada día con un ritual que variaba tan sólo por la hora del desayuno. Primero las medicinas, a los diez minutos ponía a hervir el agua para el Nescafé con leche y dos de sacarina y al mismo tiempo introducía el pan en la tostadora. No soy del mismo tipo de pan para los desayunos, suelo variar bastante; no soy tan exigente como algunos. Siempre dispongo de una variedad, partida en raciones, congelada en el cajón de arriba de la nevera. Herméticamente cerrado en bolsas de plástico.
Así que, en medio de la segunda tostada yacía el hueso de la ciruela negra. Es una variedad poco común aquí, tan sólo la encontré una vez en el supermercado de en una gran superficie. Se trata de una de mis frutas preferidas. Alargada, de color morado, recubierta por un vaho blanco, parecido al de las uvas negras; da la sensación de estar recién sacada del frío. Se parte fácilmente en dos, a diferencia de otras variedades de ciruelas cuya piel es demasiado fina y la carne mórbida, fuertemente adherida al hueso. Mi ciruela negra, la húngara como la llamamos en mi pueblo, es todo lo contrario. Con una presión calculada de los dedos de ambas manos, la separas fácilmente dejando el pipo aparte sin necesidad de extraerlo con unos complicados movimientos de la lengua y dientes, como ocurre en caso de las ciruelas amarillas. Las probé una vez, pero el tacto meloso de la fruta pegada al hueso, me daba arcadas y dejé de comerlas. En general las ciruelas son demasiado grandes para deshuesarlas dentro de la boca, al contrario que las cerezas.
Fingí no darme cuenta del descuido del fabricante de la mermelada de ciruelas húngaras. Di un mordisco a la tostada y me sorprendió reconocer bajo la lengua la superficie rugosa, parecida a la madera o más bien a la cáscara de una almendra. Estaba convencida de no haberla comido nunca, sin embargo su tacto me resultaba familiar.
Por la tarde me senté frente al piano. Con cuidado eliminé los restos de celo con los que alguien, un principiante, había pegado los nombres de las notas sobre las teclas. Sequé con papel de cocina el agua que se había colado entre la parte blanca y empecé a tocar. Tras un par de tactos, me di cuenta de que no me acordaba de cómo seguir la pieza de Bach que hacía veinte años me sabía de memoria a la perfección y que podía tocar con los ojos cerrados. Saqué las partituras, todavía me acordaba de que era la invención a tres voces número trece. Me puse a tocar a dos manos, pero mis dedos tropezaban entre ellos y contra las teclas negras. Las distancias que intuía con mis dedos de adolescente no eran las mismas que las de ahora. Mis dedos de mujer, con las uñas sin morder, pintadas con un ligero brillo transparente, no las reconocían. Se confundían. Recurrí a la partitura, pero descubrí que la mano derecha iba un par de compases por delante de la izquierda. Interrumpí el ejercicio y ensayé durante una hora ambas manos por separado y con diferentes velocidades. Creía estar recuperando algo mientras tocaba a dos manos. Aún no sé qué es, pero la capacidad de leer dos claves simultáneamente, interpretar las corcheas, las negras sobre el pentagrama me provoca un inmenso placer.
Mientras escribo estas líneas, en pijama aún, pese a ser las seis y media de la tarde, el tirante de la camiseta se ha deslizado por mi hombro bronceado. Es bonito el contraste del rosa y el moreno. Observo que la parte exterior de mi teta sigue siendo lisa y prieta: la acoplo a la palma de mi mano, deslizo los dedos hacia el escote, a la izquierda del pezón las yemas tan sólo palpan piel rugosa, estrías y un pequeño lunar.
Así que, en medio de la segunda tostada yacía el hueso de la ciruela negra. Es una variedad poco común aquí, tan sólo la encontré una vez en el supermercado de en una gran superficie. Se trata de una de mis frutas preferidas. Alargada, de color morado, recubierta por un vaho blanco, parecido al de las uvas negras; da la sensación de estar recién sacada del frío. Se parte fácilmente en dos, a diferencia de otras variedades de ciruelas cuya piel es demasiado fina y la carne mórbida, fuertemente adherida al hueso. Mi ciruela negra, la húngara como la llamamos en mi pueblo, es todo lo contrario. Con una presión calculada de los dedos de ambas manos, la separas fácilmente dejando el pipo aparte sin necesidad de extraerlo con unos complicados movimientos de la lengua y dientes, como ocurre en caso de las ciruelas amarillas. Las probé una vez, pero el tacto meloso de la fruta pegada al hueso, me daba arcadas y dejé de comerlas. En general las ciruelas son demasiado grandes para deshuesarlas dentro de la boca, al contrario que las cerezas.
Fingí no darme cuenta del descuido del fabricante de la mermelada de ciruelas húngaras. Di un mordisco a la tostada y me sorprendió reconocer bajo la lengua la superficie rugosa, parecida a la madera o más bien a la cáscara de una almendra. Estaba convencida de no haberla comido nunca, sin embargo su tacto me resultaba familiar.
Por la tarde me senté frente al piano. Con cuidado eliminé los restos de celo con los que alguien, un principiante, había pegado los nombres de las notas sobre las teclas. Sequé con papel de cocina el agua que se había colado entre la parte blanca y empecé a tocar. Tras un par de tactos, me di cuenta de que no me acordaba de cómo seguir la pieza de Bach que hacía veinte años me sabía de memoria a la perfección y que podía tocar con los ojos cerrados. Saqué las partituras, todavía me acordaba de que era la invención a tres voces número trece. Me puse a tocar a dos manos, pero mis dedos tropezaban entre ellos y contra las teclas negras. Las distancias que intuía con mis dedos de adolescente no eran las mismas que las de ahora. Mis dedos de mujer, con las uñas sin morder, pintadas con un ligero brillo transparente, no las reconocían. Se confundían. Recurrí a la partitura, pero descubrí que la mano derecha iba un par de compases por delante de la izquierda. Interrumpí el ejercicio y ensayé durante una hora ambas manos por separado y con diferentes velocidades. Creía estar recuperando algo mientras tocaba a dos manos. Aún no sé qué es, pero la capacidad de leer dos claves simultáneamente, interpretar las corcheas, las negras sobre el pentagrama me provoca un inmenso placer.
Mientras escribo estas líneas, en pijama aún, pese a ser las seis y media de la tarde, el tirante de la camiseta se ha deslizado por mi hombro bronceado. Es bonito el contraste del rosa y el moreno. Observo que la parte exterior de mi teta sigue siendo lisa y prieta: la acoplo a la palma de mi mano, deslizo los dedos hacia el escote, a la izquierda del pezón las yemas tan sólo palpan piel rugosa, estrías y un pequeño lunar.
J.
Comments:
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Fascinada y enganchada al párrafo del piano.
La parte de la ciruela me ha dejado un lio mental que se evitaría, quizá, con menos comparaciones.
El último párrafo... una bella imagen.
¿El verano nos broncea las neuronas?
bl
La parte de la ciruela me ha dejado un lio mental que se evitaría, quizá, con menos comparaciones.
El último párrafo... una bella imagen.
¿El verano nos broncea las neuronas?
bl
Tengo la boca llena de agua, la sensación de tu descripción sobre las ciruelas me ha dejado un grato sabor de boca, además de estar, completamente de acuerdo con ella.
Que bonito lo cuentas todo, me gustan tanto tus relatos que los echo de menos cuando te pones en plan poetisa.
LO.
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Que bonito lo cuentas todo, me gustan tanto tus relatos que los echo de menos cuando te pones en plan poetisa.
LO.
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