jueves, julio 24, 2008
LA CABEZA BAJO EL BRAZO (relato encadenado)
[éste es un relato encadenado, por lo que cualquiera puede seguir desarrollándolo cómo y por dónde bien le plazca]
Cuando la nube gigantesca, del tamaño de un campo de fútbol para citas olímpicas, se hubo deslizado hasta cubrir la ciudad de un extremo a otro, la mujer se retiró del balcón desde el que había estado observando la maniobra y se propuso dar la vuelta entera al perímetro de la casa, pegada a las paredes y saltando a la pata coja. Su vecino y un gorrión desaseado y triste que trataba de combatir, recogido en un rincón del alféizar, un súbito ataque de vértigo, la vieron cruzar por delante de las ventanas de una de las habitaciones, de la cocina y del baño, abiertas todas al patio. El movimiento bamboleante e hipnótico del grávido pecho, apenas sujeto por la gasa sutil y desgastada a fuerza de lavados del vestido, y tamizado por la luz crepuscular que la gigantesca nube del tamaño de un campo de fútbol filtraba a través de su cuerpo opaco, mantuvo fija la atención tanto del vecino como del humilde pájaro a lo largo de la lectura de las tres viñetas. Tras contemplar su desaparición, por el lado izquierdo de la última de las ventanas que daban al patio, en un piso por lo demás volcado al exterior, el hombre trató de aplacar su turbación, agravada por el bochorno resultante de la acción implacable de la nube gigantesca sobre sus cabezas, con imágenes mentales estereotipadas de playas solitarias en las que tornasoladas olitas dóciles acudían, una y otra vez, a lamer la planta de sus turbados pies. Por su parte, la avecilla, presa de un desconcierto tan inopinado cómo su súbito vértigo, se limitó a mover la cabeza duramte un buen rato, al término del cual batió sus alas por última vez, las pegó a su cuerpo deslustrado y, cerrando los ojos, se precipitó a plomo por el hueco del patio, en cuyo suelo de cemento pulido acabó estrellándose con un ruido seco, semejante al que hace una pelota de tenis al botar sobre una superficie dura.
La mujer, una vez completado su plan, se había dejado caer, despeinada y sudorosa, sobre la cama de matrimonio con dosel que su marido había desertado, sin mediar explicación alguna, quince días antes. El mismo día en que la gran nube había sido atisbada en el horizonte, de camino a la ciudad. Desde entonces, dormía sola, en el centro del lecho conyugal, con el cuerpo entero doblado cual maroma de barco, indiferente al transcurrir de las horas, sumida en un letargo químico desprovisto de imágenes. (continuará)