lunes, junio 16, 2008

 
LLUEVE SOBRE ERNESTO

He vuelto a pintar después de no sé cuántos años. Para ello, he necesitado una caja, un viaje y un muerto.
Todo empezó el día del entierro de Ernesto. Llovía y el brillo del mármol mojado mojado me trajo el recuerdo de veladuras de óleo y de otras obsesiones que creía superadas.
Regresaba a casa con lo pies empapados. En el buzón encontré un aviso de Correos: era un paquete que Ernesto me envió desde Marruecos, cuando estaba preparándolo todo. Corrí a la oficina de Correos y recibí la caja, y su nota adjunta. Estaba escrita con la letra temblorosa de sus últimos días: “No abras el paquete hasta que no vengas al Sáhara”. Me sorprendió que la firmara con su nombre y apellido, como si hiciera falta.
Miré la caja. Medía unos veinte centímetros por diez. Era de un cartón ajado con manchas de pintura. Mis ojos se perdieron por un momento en los colores. Agité la caja, la miré al trasluz, incluso pasé mi lengua para comprobar su sabor. No más pistas.
El frío en los pies rompió el embrujo. Me quité las medias húmedas. Dejé la caja encima de una silla del comedor para servirme un té moro de los que a él le gustaban. Desde el sofá contemplé la caja en la cabecera de la mesa, como si fuera una escena de un lienzo de Magritte. Como decía Ernesto, las casualidades no existen.
Pareció una casualidad que él y yo nos conociéramos, y que empezáramos a pintar juntos. Y a compartir estudio, a exponer, y a buscar marchante. No lo fue, porque yo por entonces no sabía que madurar es saber que no eres especial. Y la pintura era mi fórmula para diferenciarme. Pintaba para crecer, como si cubrir un lienzo de líneas y colores fuera el Colacao del espíritu. Crecí, y la pintura y el mundillo del arte empezaron a provocarme arañazos en el alma.
Dejar de pintar fue como amputarme la mano. Pero lo logré. Ernesto se marchó y buscó su hueco junto al Atlántico. En Agadir le resultó sencillo encontrar un estudio y empezar a vender cuadros a parisinos bohemios que querían gastar su pensión francesa a precios marroquíes. También encontró el desierto, el de arena, el de piedras, el de la soledad, el azul y el amarillo. Halló por fin el estilo que tanto había perseguido. Y también encontró esa puta enfermedad, gorrona y cruel, que lo llevó al suicidio antes de verse postrado en una silla de ruedas.
La caja seguía en la cabecera de la mesa de mi comedor de Madrid, y yo me abrasaba con el té y los recuerdos. Tenía que ir al Sáhara. Lo contrario hubiera sido traicionar a mi amigo.
Me despedí del trabajo, puse una mala excusa a mi pareja, y compré un billete de avión a Agadir. Llegué temprano. En el aeropuerto alquilé un coche y eché el bolso con la caja al asiento de atrás. Me perdí en los arrabales de la ciudad con un mapa en el regazo. Por fin, dejé atrás el bullicio, y la única carretera transitable de la zona me llevó al desierto. Deslumbrada por la luz del Sáhara, rasgué el cartón del paquete. Sí, eran tus pinceles, Ernesto, viejo bobo, y la llave de tu estudio.
Regresé a Agadir, subí al estudio, preparé un lienzo y empecé por el amarillo.

E.M.guitián

Comments:
Me ha gustado y me parece muy bien escrito.

El poema me ha gustado mas (ya lo he dicho), pero desde luego el relato dice cosas y está -desde mi punto de vista- muy currado.
 
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