martes, mayo 27, 2008
AGUJEROS
—¿Tomamos café?
—Yo lo preparo.
Salí del calor de la chimenea, me sacudí los pantalones, sucios de cáscaras de castaña (asadas me gustan tanto, que sólo la noticia del café recién hecho consigue que deje de comerlas).
Al entrar en la cocina, me recorrió un escalofrío. Di media vuelta y regresé al salón en busca de mi sudadera. Mi madre movía la sartén de agujeros, la de asar castañas, lo hacía con la maestría que dan los años. Sentí ternura por aquella mujer que ya había envejecido, incluso, para mí.
Mientras cerraba la cafetera y la ponía al fuego, la imagen me trajo un recuerdo de la infancia:
Mi hermana mayor, Sara, estudiaba en su habitación para los exámenes de febrero del instituto; yo, que aún iba al colegio, hacía los deberes para el día siguiente. Era tarde de domingo; los ejercicios me aburrían. En mi fastidio, recordé las gominolas que había comprado con la paga y que había escondido en un armario de la cocina para que Sara no me las quitara. Con gran sigilo, bajé de mi cuarto a la cocina. Desde el codo de la escalera, observé que mi madre tendía la ropa en el huerto.
Me subí a la encimera; de la sopera de los días festivos saqué la bolsa con la piruleta y los chicles. Al bajarme, golpeé, sin querer, la cafetera con la rodilla; conseguí atraparla antes de que cayera, pero parte del café ya se había derramado entre los quemadores; sin pensarlo, la dejé como estaba y, con el mismo cuidado con el que había bajado, regresé a mi habitación.
Sentada al escritorio, comencé a preguntarme por lo que había hecho. ¿Por qué había dejado la cafetera como si no hubiese pasado nada? El grito me sacó de mi reflexión:
—¡Bajad las dos aquí, ahora mismo! Y ahora mismo es, ¡ya!
Corrimos escaleras abajo. Mi madre nos esperaba junto a la puerta de la cocina:
—¿Quién ha sido?
—¿Quién ha sido, el qué? –preguntamos al unísono.
—No os hagáis las tontas… o será peor. No habrá castigo si quien lo ha hecho confiesa.
Corrimos escaleras abajo. Mi madre nos esperaba junto a la puerta de la cocina:
—¿Quién ha sido?
—¿Quién ha sido, el qué? –preguntamos al unísono.
—No os hagáis las tontas… o será peor. No habrá castigo si quien lo ha hecho confiesa.
Durante una hora permanecimos, las tres, en la misma situación: Mamá hacia de poli bueno y nos animaba a que confesáramos; como no lo conseguía, llegaban las amenazas de castigo eterno. Iba, de mamá buena a mamá mala, sin resultado. Sara y yo nos acusábamos la una a la otra.
El tiempo que duró el castigo, me debatí entre confesar o seguir con el embuste (una vez se miente, es necesario mucho coraje para reconocerlo). A pesar del odio con que mi hermana me miraba y de las noches en vela, no hallé la necesidad ni el valor para reconocerlo. Siempre que bajaba las escaleras, decidida a admitirlo, y entraba en la cocina, no conseguía llevar a cabo mi propósito:
—Mamá…, tengo sed.
—¡A tu habitación!
…
—¡A tu habitación!
…
El silbido de la cafetera me devolvió al presente. Al apagar el gas, imaginé la cantidad de mentiras propias y ajenas que compondrían mi vida.
Llené las dos tazas de café y regresé al salón. Mi madre dejó el plato de castañas sobre la mesa y tomó la taza que yo le ofrecía.
—Mamá… fui yo quien derramó el café aquella tarde.
Mi madre se me quedó mirando unos segundos. Carraspeó ligeramente y dijo, en un tono irónico:
—Hija… fui yo quien, como castigo, arrancó de tu diario el dibujo de aquel chico. ¿Sergio, se llamaba?
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