sábado, febrero 10, 2007
las uñas de mis pies
Me hice vieja hace unas pocas semanas.
Fue la mañana de hace tres sábados. Después de limpiar la casa, - alegre, acompañada por la música y el solecillo, - me pegué una de esas duchas de agua hirviendo, - que me dejan la piel rosa con manchas blancas y que son tan, tan perjudiciales para la circulación, para la suavidad de la piel, lo sé, del pelo – y decidí cortarme, una vez más, las uñas de los pies.
Es extraño, cortarse las uñas de los pies. Crecen despacio; no dan mucho trabajo las pobres, tan silenciosas, tan discretas en invierno.
Siempre me han gustado los dedos de los pies porque parecen un grupo de televisiones pequeñas, con sus pantallas minúsculas mirándome, ordenadas de menor a mayor. Los veo tímidos, dóciles, mucho más manejables que los de las manos. Los dedos de los pies se mueven poco, y, cuando lo hacen, es porque yo se lo ordeno, con plena conciencia de lo que quiero que hagan. Ellos, obedecen sin desbaratarse, casi en bloque, como soldados en un desfile. Los de las manos se me rebelan, se me despistan, incluso; a veces, desatienden mis exigencias, o se menean a su antojo, sin que yo me de cuenta de nada.
Aquel sábado descubrí que mis plácidas uñas estaban llenas de irregularidades. – Será de correr – pensé. Así que, empuñé las tijeras y fui repasándolas con cuidado, una tras otra. – están más duras – me dije.
Al terminar, me vestí y salí de casa deprisa; había quedado a comer y tanto esmero me había retrasado.
No he conseguido quitarme la imagen de mis uñas rugosas de la cabeza. En ningún momento del día disfruto del todo. Por las noches, al llegar a casa, lo primero que hago es desenfundarme los pies. Lanzo los zapatos por cualquier sitio y apresuradamente me deshago de los calcetines. Miro durante varios minutos mis uñas sin dar crédito, - ¿éstas son mis uñas?, ¿de verdad son éstas? – las toco con suavidad, advirtiendo su novedoso relieve, su color más opaco, marrón.
Mi madre me hacía tantas cosquillas al cortarme las uñas de los pies que yo me retorcía y le daba patadas para liberarme, pero ella me agarraba firme de los tobillos. No había quien se soltara. Mi madre (no recuerdo cada cuánto tiempo tenía que repetir, la pobre mujer, semejante tarea), quitaba de vez en cuando ese ribete blanco que tanto me gusta, - porque les da un carácter más serio, como de pantallas de televisión con flequillo - ; y las dejaba calvas de nuevo.
Al fin me decidí a ir al médico, a preguntar qué le estaba pasando a mi cuerpo; por qué mis uñas ya no eran las mías; por qué ahora eran feúchas, marrones y duras.
- Son hongos – me dijo; y al cabo me tendió una receta – Aplícate esto tres veces a la semana durante seis meses.
- ¿Hongos? ¿Y dónde?, – exclamé nerviosa - ¿cómo he podido yo pillar estos hongos?
- Tranquila, no te tortures, son cosas que pasan, no le des más vueltas. – explicó mientras me sonreía al ver mi cara de desesperación – No es que tú hayas hecho algo mal, nos puede pasar a cualquiera.
Quizá las he desatendido, he dejado de acariciarlas y mirarlas durante demasiados meses. O es el invierno, que les ha sentado mal, como a mí. Han enfermado de pena, encerradas dentro de mis botas de montaña, añoran el buen tiempo y las sandalias. Quizá les tocaba ya cogerse algo, que siempre han estado tan sanas.
Corro a la farmacia, abro la caja con ilusión, encima del mostrador: el ungüento salvador. Es un frasquito chico, transparente, de cristal. Desenrosco el tapón y saco, adosado a él, un pincel de fibras flácidas.
- ¿Y si me echo esto en una uña, y luego meto el cepillo otra vez en el bote, no hará que todo el líquido se contagie? – pregunto, angustiada, a la farmacéutica.
- No, no te preocupes. Tú extiéndetelo en las uñas todos los días durante un mes, y luego dos veces por semana, durante cuatro meses.
Resoplo. La doctora me dio instrucciones diferentes. Ya empezamos… ¿a quién hago caso? Tras unos instantes de duda decido guardar el bote, leer el prospecto en casa, y seguirlo a pies juntillas.
Desde entonces laco mis uñas con el remedio. Pero sé que no hay salida posible.
Mi cuerpo ha cambiado mucho, claro, menos mal, en los últimos años. Tengo una tripa gorda que hace pliegues, más hinchada durante los días de antes de la regla. Las manos retorcidas, con la piel seca, - cuarteada, microscópicos surcos negros que intento limpiar restregando con agua caliente, jabón y un cepillo de cerdas - de tanto aguarrás, serrín, yeso, pinturas y pocos cuidados. La celulitis me pobló en la adolescencia toda la superficie del cuerpo y ya nunca me ha abandonado. Tengo las tetas pequeñas, y sin embargo, ya puedo sujetar un boli bic con su desplome; – con el rebosar de las nalgas llego a sostener un edding de los gruesos -. He perdido tanto pelo que mis coletas abultan un cuarto que antaño; mis rodillas almacenan toda la grasa que pueden, las muy cabritas, cada vez más; y apareció una arruga vertical entre mis dos cejas – cuando me fijo en ella me sorprendo de lo enfadada que debo parecer siempre -. Me apasiona ir descalza y en verano, mis pies se agrietan porque han acumulado más piel de la cuenta; evitarlo, supondría atenderse con una pulcritud de la que carezco.
Mucho, ha cambiado mi cuerpo.
Pero mis uñas,
Mis uñas de los pies son las que han marcado el límite.
En su silencio, me han gritado.
Mis uñas de los pies, antes dulces, pequeñas, calladas,
me han hecho vieja en unas pocas semanas.
lore
Fue la mañana de hace tres sábados. Después de limpiar la casa, - alegre, acompañada por la música y el solecillo, - me pegué una de esas duchas de agua hirviendo, - que me dejan la piel rosa con manchas blancas y que son tan, tan perjudiciales para la circulación, para la suavidad de la piel, lo sé, del pelo – y decidí cortarme, una vez más, las uñas de los pies.
Es extraño, cortarse las uñas de los pies. Crecen despacio; no dan mucho trabajo las pobres, tan silenciosas, tan discretas en invierno.
Siempre me han gustado los dedos de los pies porque parecen un grupo de televisiones pequeñas, con sus pantallas minúsculas mirándome, ordenadas de menor a mayor. Los veo tímidos, dóciles, mucho más manejables que los de las manos. Los dedos de los pies se mueven poco, y, cuando lo hacen, es porque yo se lo ordeno, con plena conciencia de lo que quiero que hagan. Ellos, obedecen sin desbaratarse, casi en bloque, como soldados en un desfile. Los de las manos se me rebelan, se me despistan, incluso; a veces, desatienden mis exigencias, o se menean a su antojo, sin que yo me de cuenta de nada.
Aquel sábado descubrí que mis plácidas uñas estaban llenas de irregularidades. – Será de correr – pensé. Así que, empuñé las tijeras y fui repasándolas con cuidado, una tras otra. – están más duras – me dije.
Al terminar, me vestí y salí de casa deprisa; había quedado a comer y tanto esmero me había retrasado.
No he conseguido quitarme la imagen de mis uñas rugosas de la cabeza. En ningún momento del día disfruto del todo. Por las noches, al llegar a casa, lo primero que hago es desenfundarme los pies. Lanzo los zapatos por cualquier sitio y apresuradamente me deshago de los calcetines. Miro durante varios minutos mis uñas sin dar crédito, - ¿éstas son mis uñas?, ¿de verdad son éstas? – las toco con suavidad, advirtiendo su novedoso relieve, su color más opaco, marrón.
Mi madre me hacía tantas cosquillas al cortarme las uñas de los pies que yo me retorcía y le daba patadas para liberarme, pero ella me agarraba firme de los tobillos. No había quien se soltara. Mi madre (no recuerdo cada cuánto tiempo tenía que repetir, la pobre mujer, semejante tarea), quitaba de vez en cuando ese ribete blanco que tanto me gusta, - porque les da un carácter más serio, como de pantallas de televisión con flequillo - ; y las dejaba calvas de nuevo.
Al fin me decidí a ir al médico, a preguntar qué le estaba pasando a mi cuerpo; por qué mis uñas ya no eran las mías; por qué ahora eran feúchas, marrones y duras.
- Son hongos – me dijo; y al cabo me tendió una receta – Aplícate esto tres veces a la semana durante seis meses.
- ¿Hongos? ¿Y dónde?, – exclamé nerviosa - ¿cómo he podido yo pillar estos hongos?
- Tranquila, no te tortures, son cosas que pasan, no le des más vueltas. – explicó mientras me sonreía al ver mi cara de desesperación – No es que tú hayas hecho algo mal, nos puede pasar a cualquiera.
Quizá las he desatendido, he dejado de acariciarlas y mirarlas durante demasiados meses. O es el invierno, que les ha sentado mal, como a mí. Han enfermado de pena, encerradas dentro de mis botas de montaña, añoran el buen tiempo y las sandalias. Quizá les tocaba ya cogerse algo, que siempre han estado tan sanas.
Corro a la farmacia, abro la caja con ilusión, encima del mostrador: el ungüento salvador. Es un frasquito chico, transparente, de cristal. Desenrosco el tapón y saco, adosado a él, un pincel de fibras flácidas.
- ¿Y si me echo esto en una uña, y luego meto el cepillo otra vez en el bote, no hará que todo el líquido se contagie? – pregunto, angustiada, a la farmacéutica.
- No, no te preocupes. Tú extiéndetelo en las uñas todos los días durante un mes, y luego dos veces por semana, durante cuatro meses.
Resoplo. La doctora me dio instrucciones diferentes. Ya empezamos… ¿a quién hago caso? Tras unos instantes de duda decido guardar el bote, leer el prospecto en casa, y seguirlo a pies juntillas.
Desde entonces laco mis uñas con el remedio. Pero sé que no hay salida posible.
Mi cuerpo ha cambiado mucho, claro, menos mal, en los últimos años. Tengo una tripa gorda que hace pliegues, más hinchada durante los días de antes de la regla. Las manos retorcidas, con la piel seca, - cuarteada, microscópicos surcos negros que intento limpiar restregando con agua caliente, jabón y un cepillo de cerdas - de tanto aguarrás, serrín, yeso, pinturas y pocos cuidados. La celulitis me pobló en la adolescencia toda la superficie del cuerpo y ya nunca me ha abandonado. Tengo las tetas pequeñas, y sin embargo, ya puedo sujetar un boli bic con su desplome; – con el rebosar de las nalgas llego a sostener un edding de los gruesos -. He perdido tanto pelo que mis coletas abultan un cuarto que antaño; mis rodillas almacenan toda la grasa que pueden, las muy cabritas, cada vez más; y apareció una arruga vertical entre mis dos cejas – cuando me fijo en ella me sorprendo de lo enfadada que debo parecer siempre -. Me apasiona ir descalza y en verano, mis pies se agrietan porque han acumulado más piel de la cuenta; evitarlo, supondría atenderse con una pulcritud de la que carezco.
Mucho, ha cambiado mi cuerpo.
Pero mis uñas,
Mis uñas de los pies son las que han marcado el límite.
En su silencio, me han gritado.
Mis uñas de los pies, antes dulces, pequeñas, calladas,
me han hecho vieja en unas pocas semanas.
lore
Comments:
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Hola, Lore! A medida que fui leyendo el relato supe inmediatamente que era tuyo. Me han gustado mucho las descripciones. Con lo que me gusta fijarme en este tipo de cosas... Me ha encantado la comparación de las uñas con las pequeñas televisiones. Y que incluyeras una foto en tu relato.
Y leer algo tuyo en esta mañana de domingo cuando tanto os echo de menos.
Besitos,
J.
Y leer algo tuyo en esta mañana de domingo cuando tanto os echo de menos.
Besitos,
J.
Que bien escribís!!!
Loreto: esto es muy, muy , bueno.
Si alguien te dice que no, ni puto caso.
Aunque sea el profe.
Loreto: esto es muy, muy , bueno.
Si alguien te dice que no, ni puto caso.
Aunque sea el profe.
Loreto, eres un bombón y nunca me cansaré de decirlo (con o sin arruguitas)
me gusta mucho la idea del relato, el extrañamiento y la distancia ante la metamorfosis propia. me emociona... oleee, niña!
si eh que ereh una peázo de artihta!
me recuerda a tu investigación sobre el Autorretrato con el óleo, y me hace pensar en F. Bacon o en Rembrandt.
pero no es un relato. más bien creo que se trata de un monólogo, de una reflexión personal, que con unos pequeños cambios podría ser relato (si te apetece, claro)
"no hay salida", mejor que añadir "posible". es reiterativo.
me sobra el último párrafo, por explicativo. no hace falta y le resta fuerza.
prefiero "mi cuerpo ha cambiado mucho" a "mucho, ha cambiado mi cuerpo".
creo que no se entiende lo del boli bic y el desplome.
"Ni puto caso"?
ese vocabulario no es propio de ud...
(Sara F)
me gusta mucho la idea del relato, el extrañamiento y la distancia ante la metamorfosis propia. me emociona... oleee, niña!
si eh que ereh una peázo de artihta!
me recuerda a tu investigación sobre el Autorretrato con el óleo, y me hace pensar en F. Bacon o en Rembrandt.
pero no es un relato. más bien creo que se trata de un monólogo, de una reflexión personal, que con unos pequeños cambios podría ser relato (si te apetece, claro)
"no hay salida", mejor que añadir "posible". es reiterativo.
me sobra el último párrafo, por explicativo. no hace falta y le resta fuerza.
prefiero "mi cuerpo ha cambiado mucho" a "mucho, ha cambiado mi cuerpo".
creo que no se entiende lo del boli bic y el desplome.
"Ni puto caso"?
ese vocabulario no es propio de ud...
(Sara F)
estoy de acuerdo en todo.
el final lo retiraré entero, porque resulta pesado, reiterativo y además, cursi.
¿Y lo de ni puto caso??
yo no sé de quién es el comentario...
e intentaré explicar mejor lo del boli bic, aunque suponía que todas nos divertíamos de vez en cuando haciendo este tipo de pruebas...
gracias por los comentarios,
me han servido mucho.
lore
el final lo retiraré entero, porque resulta pesado, reiterativo y además, cursi.
¿Y lo de ni puto caso??
yo no sé de quién es el comentario...
e intentaré explicar mejor lo del boli bic, aunque suponía que todas nos divertíamos de vez en cuando haciendo este tipo de pruebas...
gracias por los comentarios,
me han servido mucho.
lore
A mi me han puesto mucho tus pies, en la foto.
Me gustaría darles unos mordisquitos y unos lametones.
¿Quedamos?
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Me gustaría darles unos mordisquitos y unos lametones.
¿Quedamos?
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