viernes, febrero 09, 2007
ANTES DE DESPERTAR
La duchesse Sanseverina fut présentée à la triste princesse de Parme Clara Paolina, qui, parce que son mari avait une maîtressse (...) se croyait la plus malheureuse personne de l’univers, ce qui l’en avait rendue peut-être la plus ennuyeuse.
Me llama después de cenar. Tiene la voz cansada y se nota que hace esfuerzos por parecer normal, por aparentar un optimismo, una soltura, que no siente en absoluto; que, en realidad, nunca ha sentido. Me interroga acerca de mis actividades de los últimos días, acerca de cotilleos que implican a amigos comunes. Me limito a contestar a sus preguntas de manera prolija, haciendo caso omiso del tono de su voz, que refleja su verdadero estado de ánimo bajo el aspecto frívolo de nuestra conversación. Hace tiempo que no me atengo, por principio, a los signos que ocultan algo; sólo a aquéllos evidentes: tengo frío, hace calor, me encuentro mal por esto o por aquello. Nada de jugar al escondite con el sentido profundo de las cosas. Eso, hace tiempo que se acabó porque no es más que una fuente de problemas y de malentendidos. Si estás mal, pienso, haz el esfuerzo de explicarme el porqué; si no eres capaz, mejor cállate. Y si se trata únicamente de una llamada de atención, un S.O.S. existencial, comprende de una vez que, aquí, todos hemos tenido que aprender a nadar por nuestra cuenta, que ya no quedan guapos y fornidos socorristas en la playa para acudir en auxilio de nadie; que tenemos la oportunidad, tal vez la última, de nadar todos juntos, al unísono, en busca de un islote o de un nuevo continente -quién sabe-, proporcionando algún tipo de ayuda a los más cansados -eso que consiste en echar una mano-, pero que si sigues tratando de agarrarte a mis piernas porque sientes que te ahogas; o simplemente, porque has decidido que es más cómodo dejarse arrastrar hasta la orilla; o, peor aún, deseas llevarte compañía en tu viaje hasta el fondo, te pisaré, sin dudarlo, tu dulce cabecita de chorlito hasta conseguir que me liberes de tu abrazo mortal y te hundas tú sola por los siglos de los siglos. Y no pongas esa cara de extrañeza. No hay traición que valga: son, simplemente, las reglas que rigen aquí y ahora. Atente a ellas o desaparece.
- ¿Cómo estás?-, pregunta, cuando, en realidad, lo que ella quiere es que conteste lo más brevemente posible -bien, estoy bien- y me dé prisa en hacerle yo, a mi vez, la misma pregunta. Porque, no lo olvidemos, ella SÍ tiene algo que contestar; incluso mucho que contestar. Aunque se obstine, al principio, en jugar, recurriendo a expresiones mínimas del tipo: sée, yo también estoy bien. Pero es sólo un espejismo: está tanteando el terreno, no quiere precipitarse tampoco; vamos, no está tan desesperada. Quiere encontrar la forma de que todo resulte natural, llevado y traído por las circunstancias. Seguro que mi apostilla lacónica: pues que bien, o: perfecto, en un tono de profunda y estudiada indiferencia, que no invita precisamente a las confidencias, ha logrado sorprenderla. Duda unos segundos, mientras aspira el humo de su cigarrillo del otro lado del hilo telefónico, pero termina por lanzarse. Primero, rectifica: en realidad, no me encuentro tan bien, pero ya sabes, hay que seguir aparentando que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Se acabaron la prudencia y el tacto. Ahora viene la invasión en toda la regla de la desdicha ajena, semejante a la del vecino pelma que se obstina en instalarse en tu salón para hablarte de algún problemilla relacionado con el sistema de calefacción central, o con los ruidos del vecino de enfrente, pero con la presión y la masa de una ola arrolladora. Ahora viene la exposición, a través de penosos vericuetos -no debemos dar la imagen de estar al límite y esto parece demostrar que, efectivamente, todavía no estamos en el límite, un lugar que no suele dejar demasiado espacio ni tiempo para preocuparse por cuestiones de imagen; quiero decir que, o estás en él o estás fuera-; la exposición, digo, de todo el malestar acumulado, de la percepción distorsionada de los hechos de la vida, de la miseria propia escalando puestos para salir adelante, para encontrar sus cartas de naturaleza, y justificarse a los ojos del mundo. Bien. Sólo me queda encontrar la posición más cómoda, coger un lápiz o un bolígrafo y emprender una fructífera carrera de dibujante de monigotes y variados garabatos mientras presto mi oído semicerrado a la vacuidad del dolor autoinfligido. Nada es realmente importante, nada es realmente cierto, de todo cuanto voy a escuchar, porque es lo mismo que he estado escuchando a lo largo de los últimos once años y no hay nada nuevo, algo que pruebe la evolución de la dolencia, aunque sea hacia abajo, hacia el abismo -creo que yo sería el primer sorprendido si lograse captar algo distinto, un dato, un simple matiz, una nueva forma de exponer las cosas. De modo que puedo dedicarme a pensar en mis asuntos mientras finjo un interés que no siento; porque, de ocurrir la novedad, mi piloto automático sería perfectamente capaz de detectarla. No digo nada; simplemente hago como que escucho: del otro lado, no necesitan mi aprobación. La aprobación es, después de todo, un derecho, previo y sin condiciones, del doliente: ahí va mi historia, cien mil veces repetida, la historia de mi desamor conmigo misma, la historia de mi ceguera, la historia de mi ombligo abandonado a un movimiento centrípeto, enaltecido a mis ojos por la evidente mediocridad -eso pienso yo- de todo lo demás, de todo cuanto me rodea.
Supongo que nos enfrentamos a algo terrible cuando ya no encontramos nada que decir –cuando, tal vez, no hemos tenido, nunca, nada que decir-, y nos transformamos, de forma automática, en nuestro principal tema de conversación. Yo y mi yo para mí, pero también para ti, que me escuchas. Primero hablaré yo y tú finjiras que te interesas. Luego cambiaremos los papeles. Y así mantendremos la ficción del intercambio y la comunicación. Peor que aburrido: decepcionante y demoledor. Peor que patético: estragante. Ni siquiera cabe ya, ahí dentro, la grandeza pálida de la literatura porque, en semejante discurso reiterado, no queda lugar para la épica, ni para la lírica ni siquiera para el drama. Sólo queda sitio para la serialización del yo, ad nauseam. Como una colección de cromos representando todos el mismo icono, el retrato de mi ombligo. Algo que ni siquiera puede ser objeto de intercambio ni de donación. Un asco.
Ella dice:
- No sé qué me pasa. Sé que no debería decir esto (no, no lo sabe y, caso de saberlo, el impulso exhibicionista ha terminado por desfigurar toda forma real de conocimiento) pero me encuentro mal, fatal incluso. Siento (y este es el leit-motiv de todas sus preocupaciones respecto de su yo maltratado) que nada tiene sentido, que todo es una MIERDA. Que NO CONSIGO encontrar la forma de eludir la maldita angustia (y su cortejo de sombras). Todo me hiere ( peor aún: todo busca hacerme daño, a MI en particular). Nada tiene sentido, todo es absurdo. A veces pienso que no sé si podré resistirlo (este es el morceau de choix, la pieza escogida para mostrar hasta qué punto resulta su sufrimiento insoportable: leve y velada referencia al tema clásico del salto al vacío, a la autosupresión; ¿deseo de incitar la compasión en su interlocutor o de provocarle, mejor aún, el sentimiento de culpa por adelantado? Empujarlo, cuando menos, hacia su abismo particular, para que, movido por su propia cepa de ansiedad y el miedo, logre, de un ademán, enderezar el timón de ambas barcas, la suya y la de ella). Pero yo sé que nadie se ofrece voluntario para morir por culpa de un exceso de yo interponiéndose entre sí y el resto de la vida; a no ser que uno sea particularmente estúpido. Sé también que ella no es capaz de hacer una cosa semejante porque vive de su idea de las cosas y siempre cabe la esperanza de que mañana todo vaya mejor ¿o no?. Si es no, siempre le quedará la posibilidad de seguir quejándose. Mientras que, si estás muerta, no hay lugar, ni tiempo, para nada más.
Y yo pienso, entretanto, que lo que busca no es, en absoluto, el secreto de las cosas que ocurren, que han ocurrido o que ocurrirán, porque, para eso, bastaría con abrir los ojos y mirarlo de frente, ahí, justo delante de nuestras narices, dispuesto para que sepamos de una vez por todas de qué va todo esto. Lo que busca es el modo de instalarse en esa vida que no comprende, dándole la espalda a todo esfuerzo de comprensión. Lo que busca es a alguien, y ésa es la clave de su secreto; de preferencia un hombre -guapo, culto, con quien se puedan mantener conversaciones de alto nivel y disfrutar de las bondades del arte y de la literatura-; alguien que no dude en abrirle la puerta para que pase delante, y en bajar a buscar cruasanes y el periódico los domingos por la mañana, y corra a buscar una farmacia de guardia a las tres de la mañana, sin dejar de sonreír, sólo porque a ella le duele un poco la cabeza; alguien en quien ella pueda despositar toda su capacidad de amar; aún cuando no tenga ni repajolera idea de lo que significa, de verdad, ese verbo tan recurrente. Alguien a cuyo lado, y quizás a pesar suyo, ella pueda entregarse, sin temor, a la imagen de la felicidad que habrá construído laboriosamente, durante años, en el fondo de su atormentada y onanista imaginación. Alguien que, sin duda, terminará por defraudarla, porque no existe nadie así en el mundo, a no ser alguien como ella, y, en ese caso, un yo terminaría por esclavizar al otro yo, en una espiral de violencia contenida y de desasosiego insoportable. Por eso, desconfío de todo aquél que disponga de una idea precisa de lo que es o no es el amor. Por eso, desconfío de todo aquél que crea saber qué es el Amor con mayúscula. Por eso desconfío, entre otras cosas, de ella.
Ella dice:
- El mes que viene vence el contrato de alquiler de mi casa. Mis compañeros de piso han encontrado acomodo por su lado y yo no quiero renovarlo, así que no me queda más remedio que buscar otro sitio.
- El movimiento es bueno –contesto-; impide que te anquiloses.
- Sée, claro; pero ¡hay tantos problemas! Primero, tengo que buscar un nuevo lugar donde instalarme; un sitio bonito y no demasiado caro. Y no tengo tiempo para andar por ahí callejeando, a ver si lo encuentro. Me queda sólo un mes. Luego, está el asunto de la mudanza; la anterior fue una paliza y yo tengo mal la espalda.
- Para buscar casa, ¿por qué no le encargas la tarea a alguna de las agencias especializadas en esos asuntos? Tengo un par de direcciones.
- Pero eso cuesta dinero...
- Tú ganas un sueldazo al mes.
- Sí, pero suelo gastármelo todo.
- Pide entonces un crédito para hacer frente a este gasto. Sólo será una vez...
- ¿Y qué me dices de la mudanza?
- En cuanto a eso, tienes amigos; entre todos podremos hacerlo. De hecho, siempre lo hemos hecho así entre nosotros...
- Por no hablar del armario que compré hace dos semanas. Un armario de tres cuerpos. Necesito una casa en la que quepa mi armario. NECESITO una casa que nos acoja a MI ARMARIO y a MÍ.
Silencio. Noto cómo aspira el humo del cigarrillo, del otro lado del hilo.
- Hay soluciones para todo -profetizo, en mi acostumbrado papel de Pepito el Grillo.
- Lo siento pero... ESTOY AGOBIADA. No sé qué me ocurre, me encuentro fatal. No consigo parar la máquina...
- Recuerda que la máquina nunca para hasta que te dan plaza para el descanso eterno.
- ... y ahora todo este asunto de la mudanza. Hala, ponte a buscar otro sitio, cambia tus costumbres, empieza de cero. ¿Y qué ocurrirá si no hay sitio para mi armario en mi futuro piso? ¿QUÉ HARÉ CON MI ARMARIO?
- ¿Por qué no lo vendes?
- No pienso deshacerme de él. Es mi armario. Lo acabo de comprar. Me costó mucho decidirme, ¿sabes?
- ¿Has pensado en la posibilidad de irte a vivir al interior de tu armario? Imagínatelo en mitad de una colina verde, o en la calle que más te guste...
- Todo esto me crea una ANGUSTIA insoportable. Y estoy sola, SOLA, para enfrentarme con todos los problemas. No puedo contar con NADIE. Todos estáis ocupados con vuestros propios asuntos. El mundo es terriblemente EGOÍSTA.
- (...)
- Hay veces en las que pienso que nada de todo esto tiene sentido, que nada vale realmente la pena.
Silencio y garabatos por mi parte. El mundo gira en una espiral que acaba disparándose al alcanzar el centro, transformándose en una miríada de luces, como de fuegos artificiales, hasta rebosar los bordes de la página. De cada palo de luz nace un animal: una gallina, un poni, un conejo azul.
- Estoy cansada -dice.
Hubo un tiempo en que fuimos amigos. Ahora ya no lo somos. No ha ocurrido nada entretanto, nada definitivo quiero decir, el tipo de gestos o de actos que ponen punto final a una relación. Ha sido cosa, más bien, del desplazamiento vital. Hoy estás aquí, al lado de alguien, y al cabo de un tiempo -un mes, un año-, ya no estás en el mismo sitio. Te has desplazado, y tus afectos contigo. Algo te empujó, algo que vino de dentro o de fuera, qué más da, y sientes que, entretanto, has ido creciendo, como la mata de habas del cuento. Eso fue, más o menos, lo que ocurrió. Aunque, en realidad, siempre ha parecido como si nada hubiese cambiado entre nosotros: mantenemos las formas de la amistad -incluso podemos hablar y reírnos durante horas al teléfono-, pero basta que cuelgue para que ella desaparezca automáticamente del espectro de mis preocupaciones, para que salga de mi vida como si toda su existencia, respecto de mí, se circunscribiera a su voz a través del teléfono. En ese sentido, ya hemos dejado de ser amigos y, si mañana muriese, sentiría, al serme comunicada la noticia, una rara sensación, una MOLESTA sensación de pérdida, como cuando se rompe un objeto al que no solemos prestar atención pero que, de vez en cuando, atrae nuestra mirada y nos distrae. Incluso, puede que me preguntara por el destino final de su armario de tres cuerpos (¿habrá dejado dispuesto, por ejemplo, que lo entierren con ella?). De hecho, cuando a veces se me ocurre que debería poner, de algún modo, punto final a esta farsa - la farsa que consiste en seguir tratando a los demás como amigos cuando han dejado de serlo-, proponiendo, por ejemplo, una cita en un sitio concurrido, nada de jardines solitarios ni otros espacios íntimos, para explicarle lo que siento, o remitiéndole una carta sin acuse de recibo, termino siempre por darme cuenta de que ambos gestos conllevan una carga melodrámatica que ya no corresponde al estado de las cosas. En el fondo, las situaciones desgarradoras, por muy patéticas que sean, responden a un sentimiento violento, a un punto de inflexión en que uno siente que pierde algo; algo que tal vez no necesite en realidad, pero cuya pérdida se traduce en una imagen de dolor y sufrimiento. En nuestro caso, una situación de ese tipo resultaría excesiva, agotadora. Inútil. Sé, también, que ella acabaría llorando por mucho que se esforzara por el tipo, frunciendo los labios y fumando compulsivamente, sin saber (y eso es lo fundamental, porque cualquier otra reacción correspondería a una actitud vital, y en su caso, no hay nada que se le parezca) si levantarse y dejarme allí plantado, o si arrastrarse por el suelo implorando misericordia; pero, también sé que no sentiría ningún deseo de correr a su lado, de tratar de protegerla de su nube oscura y que sus lágrimas me dejarían indiferente, allí sentado, en mi espacio imaginario, con un aire cínico que no me corresponde. Como mucho, sentiría un deseo helado de abofetearla; la clase de deseo que me suelen inspirar las víctimas por vocación. Ella llora porque no quiere reconocer la evidencia, y yo estoy lejos, calculando que ocurrirá mañana, o cuántas probabilidades tengo de coger el autobús para llegar a tiempo al trabajo.
Por todo eso, no voy hacer nada, no voy a actuar en ningún sentido. Resulta más sencillo ir cortando tranquilamente las amarras del puente con una navajita de campo, sin precipitarse, y seguir manteniendo esas conversaciones, a veces divertidas, que parecen querer preservar el calor de nuestra antigua amistad allí donde sólo quedan vagos recuerdos. De ese modo, la cosa resulta más llevadera. Un día, la vida nos alejara del todo; tal vez ella consiga un trabajo en otra ciudad, incluso en otro continente, o tal vez reúna el coraje suficiente para abrir una noche el gas y adentrarse sola, más sola de lo que ahora piensa que está, en las profundidades de todo lo que por hoy desconoce de sí misma y de los demás y lo descubra de golpe, cuando ya sea demasiado tarde. Porque despertar, lo que se dice despertar, no creo ya que despierte.
En realidad, basta con levantarse un día y constatar el hecho. Ya no quiero a fulanita o a menganito; o, por lo menos, ya no siento nada especial por ellos, nada que no tenga que ver con la costumbre; y, entonces, todo aquello que vivimos juntos corresponde, en realidad, a otra persona que conocimos y perdimos, como las fotos o los recuerdos. Y el cariño y el amor no serán ya sino un reflejo, como la luz de una estrella lejana que llega hasta nosotros, miles de años después de la explosión de su punto de origen. Es así, y nada de lo que hagamos conseguirá evitarlo.
Ella dice:
- Sé que no tengo derecho a estar así, que las cosas son mucho más fáciles de lo que yo imagino, que mi vida no es tan dura; pero, ¿qué puedo hacer si SIENTO QUE NADA VALE LA PENA? ¿Por qué tengo que estar SOLA? ¿Por qué NADIE ME COMPRENDE?
No digo nada porque no caben respuestas. La adolescencia es, para mí, un sueño duro, con ribetes de pesadilla, que se aleja, y para el que no cabe la nostalgia. Recuerdo una imagen de mí mismo despertándome de golpe en mitad de la noche, dominado por la oprimente sensación de estar volviéndome completamente loco. Entonces, pensaba que éste no era mi sitio, que yo sólo era una pieza que sobraba en el puzle. Ahora sé que siempre he estado aquí, antes de la primera molécula de hidrógeno, antes del Big Bang; y que aquí seguiré, eterno, millones de años-luz después de la extinción del sol. Es mucho más que un sueño, estoy seguro: es una certeza.
Nos despedimos, adiós, adiós, alejados como estamos el uno del otro por el velo intangible de la eternidad de las cosas. Al colgar se me ocurre que, quizá, todos sus problemas no sean sino de origen químico, causados por una carencia de vitaminas o de magnesio. La fruta y las patatas, ¿no son acaso el alimento del alma? La noche es suave, con tintes primaverales. Hay gente que habla animadamente en la calle y, desde mi azotea, veo cómo los coches, que corren por la avenida con los semáforos abiertos, dejan tras de sí un reguero de luz como una señal en la oscuridad del mundo.
La duchesse Sanseverina fut présentée à la triste princesse de Parme Clara Paolina, qui, parce que son mari avait une maîtressse (...) se croyait la plus malheureuse personne de l’univers, ce qui l’en avait rendue peut-être la plus ennuyeuse.
Me llama después de cenar. Tiene la voz cansada y se nota que hace esfuerzos por parecer normal, por aparentar un optimismo, una soltura, que no siente en absoluto; que, en realidad, nunca ha sentido. Me interroga acerca de mis actividades de los últimos días, acerca de cotilleos que implican a amigos comunes. Me limito a contestar a sus preguntas de manera prolija, haciendo caso omiso del tono de su voz, que refleja su verdadero estado de ánimo bajo el aspecto frívolo de nuestra conversación. Hace tiempo que no me atengo, por principio, a los signos que ocultan algo; sólo a aquéllos evidentes: tengo frío, hace calor, me encuentro mal por esto o por aquello. Nada de jugar al escondite con el sentido profundo de las cosas. Eso, hace tiempo que se acabó porque no es más que una fuente de problemas y de malentendidos. Si estás mal, pienso, haz el esfuerzo de explicarme el porqué; si no eres capaz, mejor cállate. Y si se trata únicamente de una llamada de atención, un S.O.S. existencial, comprende de una vez que, aquí, todos hemos tenido que aprender a nadar por nuestra cuenta, que ya no quedan guapos y fornidos socorristas en la playa para acudir en auxilio de nadie; que tenemos la oportunidad, tal vez la última, de nadar todos juntos, al unísono, en busca de un islote o de un nuevo continente -quién sabe-, proporcionando algún tipo de ayuda a los más cansados -eso que consiste en echar una mano-, pero que si sigues tratando de agarrarte a mis piernas porque sientes que te ahogas; o simplemente, porque has decidido que es más cómodo dejarse arrastrar hasta la orilla; o, peor aún, deseas llevarte compañía en tu viaje hasta el fondo, te pisaré, sin dudarlo, tu dulce cabecita de chorlito hasta conseguir que me liberes de tu abrazo mortal y te hundas tú sola por los siglos de los siglos. Y no pongas esa cara de extrañeza. No hay traición que valga: son, simplemente, las reglas que rigen aquí y ahora. Atente a ellas o desaparece.
- ¿Cómo estás?-, pregunta, cuando, en realidad, lo que ella quiere es que conteste lo más brevemente posible -bien, estoy bien- y me dé prisa en hacerle yo, a mi vez, la misma pregunta. Porque, no lo olvidemos, ella SÍ tiene algo que contestar; incluso mucho que contestar. Aunque se obstine, al principio, en jugar, recurriendo a expresiones mínimas del tipo: sée, yo también estoy bien. Pero es sólo un espejismo: está tanteando el terreno, no quiere precipitarse tampoco; vamos, no está tan desesperada. Quiere encontrar la forma de que todo resulte natural, llevado y traído por las circunstancias. Seguro que mi apostilla lacónica: pues que bien, o: perfecto, en un tono de profunda y estudiada indiferencia, que no invita precisamente a las confidencias, ha logrado sorprenderla. Duda unos segundos, mientras aspira el humo de su cigarrillo del otro lado del hilo telefónico, pero termina por lanzarse. Primero, rectifica: en realidad, no me encuentro tan bien, pero ya sabes, hay que seguir aparentando que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Se acabaron la prudencia y el tacto. Ahora viene la invasión en toda la regla de la desdicha ajena, semejante a la del vecino pelma que se obstina en instalarse en tu salón para hablarte de algún problemilla relacionado con el sistema de calefacción central, o con los ruidos del vecino de enfrente, pero con la presión y la masa de una ola arrolladora. Ahora viene la exposición, a través de penosos vericuetos -no debemos dar la imagen de estar al límite y esto parece demostrar que, efectivamente, todavía no estamos en el límite, un lugar que no suele dejar demasiado espacio ni tiempo para preocuparse por cuestiones de imagen; quiero decir que, o estás en él o estás fuera-; la exposición, digo, de todo el malestar acumulado, de la percepción distorsionada de los hechos de la vida, de la miseria propia escalando puestos para salir adelante, para encontrar sus cartas de naturaleza, y justificarse a los ojos del mundo. Bien. Sólo me queda encontrar la posición más cómoda, coger un lápiz o un bolígrafo y emprender una fructífera carrera de dibujante de monigotes y variados garabatos mientras presto mi oído semicerrado a la vacuidad del dolor autoinfligido. Nada es realmente importante, nada es realmente cierto, de todo cuanto voy a escuchar, porque es lo mismo que he estado escuchando a lo largo de los últimos once años y no hay nada nuevo, algo que pruebe la evolución de la dolencia, aunque sea hacia abajo, hacia el abismo -creo que yo sería el primer sorprendido si lograse captar algo distinto, un dato, un simple matiz, una nueva forma de exponer las cosas. De modo que puedo dedicarme a pensar en mis asuntos mientras finjo un interés que no siento; porque, de ocurrir la novedad, mi piloto automático sería perfectamente capaz de detectarla. No digo nada; simplemente hago como que escucho: del otro lado, no necesitan mi aprobación. La aprobación es, después de todo, un derecho, previo y sin condiciones, del doliente: ahí va mi historia, cien mil veces repetida, la historia de mi desamor conmigo misma, la historia de mi ceguera, la historia de mi ombligo abandonado a un movimiento centrípeto, enaltecido a mis ojos por la evidente mediocridad -eso pienso yo- de todo lo demás, de todo cuanto me rodea.
Supongo que nos enfrentamos a algo terrible cuando ya no encontramos nada que decir –cuando, tal vez, no hemos tenido, nunca, nada que decir-, y nos transformamos, de forma automática, en nuestro principal tema de conversación. Yo y mi yo para mí, pero también para ti, que me escuchas. Primero hablaré yo y tú finjiras que te interesas. Luego cambiaremos los papeles. Y así mantendremos la ficción del intercambio y la comunicación. Peor que aburrido: decepcionante y demoledor. Peor que patético: estragante. Ni siquiera cabe ya, ahí dentro, la grandeza pálida de la literatura porque, en semejante discurso reiterado, no queda lugar para la épica, ni para la lírica ni siquiera para el drama. Sólo queda sitio para la serialización del yo, ad nauseam. Como una colección de cromos representando todos el mismo icono, el retrato de mi ombligo. Algo que ni siquiera puede ser objeto de intercambio ni de donación. Un asco.
Ella dice:
- No sé qué me pasa. Sé que no debería decir esto (no, no lo sabe y, caso de saberlo, el impulso exhibicionista ha terminado por desfigurar toda forma real de conocimiento) pero me encuentro mal, fatal incluso. Siento (y este es el leit-motiv de todas sus preocupaciones respecto de su yo maltratado) que nada tiene sentido, que todo es una MIERDA. Que NO CONSIGO encontrar la forma de eludir la maldita angustia (y su cortejo de sombras). Todo me hiere ( peor aún: todo busca hacerme daño, a MI en particular). Nada tiene sentido, todo es absurdo. A veces pienso que no sé si podré resistirlo (este es el morceau de choix, la pieza escogida para mostrar hasta qué punto resulta su sufrimiento insoportable: leve y velada referencia al tema clásico del salto al vacío, a la autosupresión; ¿deseo de incitar la compasión en su interlocutor o de provocarle, mejor aún, el sentimiento de culpa por adelantado? Empujarlo, cuando menos, hacia su abismo particular, para que, movido por su propia cepa de ansiedad y el miedo, logre, de un ademán, enderezar el timón de ambas barcas, la suya y la de ella). Pero yo sé que nadie se ofrece voluntario para morir por culpa de un exceso de yo interponiéndose entre sí y el resto de la vida; a no ser que uno sea particularmente estúpido. Sé también que ella no es capaz de hacer una cosa semejante porque vive de su idea de las cosas y siempre cabe la esperanza de que mañana todo vaya mejor ¿o no?. Si es no, siempre le quedará la posibilidad de seguir quejándose. Mientras que, si estás muerta, no hay lugar, ni tiempo, para nada más.
Y yo pienso, entretanto, que lo que busca no es, en absoluto, el secreto de las cosas que ocurren, que han ocurrido o que ocurrirán, porque, para eso, bastaría con abrir los ojos y mirarlo de frente, ahí, justo delante de nuestras narices, dispuesto para que sepamos de una vez por todas de qué va todo esto. Lo que busca es el modo de instalarse en esa vida que no comprende, dándole la espalda a todo esfuerzo de comprensión. Lo que busca es a alguien, y ésa es la clave de su secreto; de preferencia un hombre -guapo, culto, con quien se puedan mantener conversaciones de alto nivel y disfrutar de las bondades del arte y de la literatura-; alguien que no dude en abrirle la puerta para que pase delante, y en bajar a buscar cruasanes y el periódico los domingos por la mañana, y corra a buscar una farmacia de guardia a las tres de la mañana, sin dejar de sonreír, sólo porque a ella le duele un poco la cabeza; alguien en quien ella pueda despositar toda su capacidad de amar; aún cuando no tenga ni repajolera idea de lo que significa, de verdad, ese verbo tan recurrente. Alguien a cuyo lado, y quizás a pesar suyo, ella pueda entregarse, sin temor, a la imagen de la felicidad que habrá construído laboriosamente, durante años, en el fondo de su atormentada y onanista imaginación. Alguien que, sin duda, terminará por defraudarla, porque no existe nadie así en el mundo, a no ser alguien como ella, y, en ese caso, un yo terminaría por esclavizar al otro yo, en una espiral de violencia contenida y de desasosiego insoportable. Por eso, desconfío de todo aquél que disponga de una idea precisa de lo que es o no es el amor. Por eso, desconfío de todo aquél que crea saber qué es el Amor con mayúscula. Por eso desconfío, entre otras cosas, de ella.
Ella dice:
- El mes que viene vence el contrato de alquiler de mi casa. Mis compañeros de piso han encontrado acomodo por su lado y yo no quiero renovarlo, así que no me queda más remedio que buscar otro sitio.
- El movimiento es bueno –contesto-; impide que te anquiloses.
- Sée, claro; pero ¡hay tantos problemas! Primero, tengo que buscar un nuevo lugar donde instalarme; un sitio bonito y no demasiado caro. Y no tengo tiempo para andar por ahí callejeando, a ver si lo encuentro. Me queda sólo un mes. Luego, está el asunto de la mudanza; la anterior fue una paliza y yo tengo mal la espalda.
- Para buscar casa, ¿por qué no le encargas la tarea a alguna de las agencias especializadas en esos asuntos? Tengo un par de direcciones.
- Pero eso cuesta dinero...
- Tú ganas un sueldazo al mes.
- Sí, pero suelo gastármelo todo.
- Pide entonces un crédito para hacer frente a este gasto. Sólo será una vez...
- ¿Y qué me dices de la mudanza?
- En cuanto a eso, tienes amigos; entre todos podremos hacerlo. De hecho, siempre lo hemos hecho así entre nosotros...
- Por no hablar del armario que compré hace dos semanas. Un armario de tres cuerpos. Necesito una casa en la que quepa mi armario. NECESITO una casa que nos acoja a MI ARMARIO y a MÍ.
Silencio. Noto cómo aspira el humo del cigarrillo, del otro lado del hilo.
- Hay soluciones para todo -profetizo, en mi acostumbrado papel de Pepito el Grillo.
- Lo siento pero... ESTOY AGOBIADA. No sé qué me ocurre, me encuentro fatal. No consigo parar la máquina...
- Recuerda que la máquina nunca para hasta que te dan plaza para el descanso eterno.
- ... y ahora todo este asunto de la mudanza. Hala, ponte a buscar otro sitio, cambia tus costumbres, empieza de cero. ¿Y qué ocurrirá si no hay sitio para mi armario en mi futuro piso? ¿QUÉ HARÉ CON MI ARMARIO?
- ¿Por qué no lo vendes?
- No pienso deshacerme de él. Es mi armario. Lo acabo de comprar. Me costó mucho decidirme, ¿sabes?
- ¿Has pensado en la posibilidad de irte a vivir al interior de tu armario? Imagínatelo en mitad de una colina verde, o en la calle que más te guste...
- Todo esto me crea una ANGUSTIA insoportable. Y estoy sola, SOLA, para enfrentarme con todos los problemas. No puedo contar con NADIE. Todos estáis ocupados con vuestros propios asuntos. El mundo es terriblemente EGOÍSTA.
- (...)
- Hay veces en las que pienso que nada de todo esto tiene sentido, que nada vale realmente la pena.
Silencio y garabatos por mi parte. El mundo gira en una espiral que acaba disparándose al alcanzar el centro, transformándose en una miríada de luces, como de fuegos artificiales, hasta rebosar los bordes de la página. De cada palo de luz nace un animal: una gallina, un poni, un conejo azul.
- Estoy cansada -dice.
Hubo un tiempo en que fuimos amigos. Ahora ya no lo somos. No ha ocurrido nada entretanto, nada definitivo quiero decir, el tipo de gestos o de actos que ponen punto final a una relación. Ha sido cosa, más bien, del desplazamiento vital. Hoy estás aquí, al lado de alguien, y al cabo de un tiempo -un mes, un año-, ya no estás en el mismo sitio. Te has desplazado, y tus afectos contigo. Algo te empujó, algo que vino de dentro o de fuera, qué más da, y sientes que, entretanto, has ido creciendo, como la mata de habas del cuento. Eso fue, más o menos, lo que ocurrió. Aunque, en realidad, siempre ha parecido como si nada hubiese cambiado entre nosotros: mantenemos las formas de la amistad -incluso podemos hablar y reírnos durante horas al teléfono-, pero basta que cuelgue para que ella desaparezca automáticamente del espectro de mis preocupaciones, para que salga de mi vida como si toda su existencia, respecto de mí, se circunscribiera a su voz a través del teléfono. En ese sentido, ya hemos dejado de ser amigos y, si mañana muriese, sentiría, al serme comunicada la noticia, una rara sensación, una MOLESTA sensación de pérdida, como cuando se rompe un objeto al que no solemos prestar atención pero que, de vez en cuando, atrae nuestra mirada y nos distrae. Incluso, puede que me preguntara por el destino final de su armario de tres cuerpos (¿habrá dejado dispuesto, por ejemplo, que lo entierren con ella?). De hecho, cuando a veces se me ocurre que debería poner, de algún modo, punto final a esta farsa - la farsa que consiste en seguir tratando a los demás como amigos cuando han dejado de serlo-, proponiendo, por ejemplo, una cita en un sitio concurrido, nada de jardines solitarios ni otros espacios íntimos, para explicarle lo que siento, o remitiéndole una carta sin acuse de recibo, termino siempre por darme cuenta de que ambos gestos conllevan una carga melodrámatica que ya no corresponde al estado de las cosas. En el fondo, las situaciones desgarradoras, por muy patéticas que sean, responden a un sentimiento violento, a un punto de inflexión en que uno siente que pierde algo; algo que tal vez no necesite en realidad, pero cuya pérdida se traduce en una imagen de dolor y sufrimiento. En nuestro caso, una situación de ese tipo resultaría excesiva, agotadora. Inútil. Sé, también, que ella acabaría llorando por mucho que se esforzara por el tipo, frunciendo los labios y fumando compulsivamente, sin saber (y eso es lo fundamental, porque cualquier otra reacción correspondería a una actitud vital, y en su caso, no hay nada que se le parezca) si levantarse y dejarme allí plantado, o si arrastrarse por el suelo implorando misericordia; pero, también sé que no sentiría ningún deseo de correr a su lado, de tratar de protegerla de su nube oscura y que sus lágrimas me dejarían indiferente, allí sentado, en mi espacio imaginario, con un aire cínico que no me corresponde. Como mucho, sentiría un deseo helado de abofetearla; la clase de deseo que me suelen inspirar las víctimas por vocación. Ella llora porque no quiere reconocer la evidencia, y yo estoy lejos, calculando que ocurrirá mañana, o cuántas probabilidades tengo de coger el autobús para llegar a tiempo al trabajo.
Por todo eso, no voy hacer nada, no voy a actuar en ningún sentido. Resulta más sencillo ir cortando tranquilamente las amarras del puente con una navajita de campo, sin precipitarse, y seguir manteniendo esas conversaciones, a veces divertidas, que parecen querer preservar el calor de nuestra antigua amistad allí donde sólo quedan vagos recuerdos. De ese modo, la cosa resulta más llevadera. Un día, la vida nos alejara del todo; tal vez ella consiga un trabajo en otra ciudad, incluso en otro continente, o tal vez reúna el coraje suficiente para abrir una noche el gas y adentrarse sola, más sola de lo que ahora piensa que está, en las profundidades de todo lo que por hoy desconoce de sí misma y de los demás y lo descubra de golpe, cuando ya sea demasiado tarde. Porque despertar, lo que se dice despertar, no creo ya que despierte.
En realidad, basta con levantarse un día y constatar el hecho. Ya no quiero a fulanita o a menganito; o, por lo menos, ya no siento nada especial por ellos, nada que no tenga que ver con la costumbre; y, entonces, todo aquello que vivimos juntos corresponde, en realidad, a otra persona que conocimos y perdimos, como las fotos o los recuerdos. Y el cariño y el amor no serán ya sino un reflejo, como la luz de una estrella lejana que llega hasta nosotros, miles de años después de la explosión de su punto de origen. Es así, y nada de lo que hagamos conseguirá evitarlo.
Ella dice:
- Sé que no tengo derecho a estar así, que las cosas son mucho más fáciles de lo que yo imagino, que mi vida no es tan dura; pero, ¿qué puedo hacer si SIENTO QUE NADA VALE LA PENA? ¿Por qué tengo que estar SOLA? ¿Por qué NADIE ME COMPRENDE?
No digo nada porque no caben respuestas. La adolescencia es, para mí, un sueño duro, con ribetes de pesadilla, que se aleja, y para el que no cabe la nostalgia. Recuerdo una imagen de mí mismo despertándome de golpe en mitad de la noche, dominado por la oprimente sensación de estar volviéndome completamente loco. Entonces, pensaba que éste no era mi sitio, que yo sólo era una pieza que sobraba en el puzle. Ahora sé que siempre he estado aquí, antes de la primera molécula de hidrógeno, antes del Big Bang; y que aquí seguiré, eterno, millones de años-luz después de la extinción del sol. Es mucho más que un sueño, estoy seguro: es una certeza.
Nos despedimos, adiós, adiós, alejados como estamos el uno del otro por el velo intangible de la eternidad de las cosas. Al colgar se me ocurre que, quizá, todos sus problemas no sean sino de origen químico, causados por una carencia de vitaminas o de magnesio. La fruta y las patatas, ¿no son acaso el alimento del alma? La noche es suave, con tintes primaverales. Hay gente que habla animadamente en la calle y, desde mi azotea, veo cómo los coches, que corren por la avenida con los semáforos abiertos, dejan tras de sí un reguero de luz como una señal en la oscuridad del mundo.
L.
Comments:
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Buff....¡¡ Esto es muy bueno !!
Puestos a criticar, que se trata de eso, yo veo un poco maniqueo el temita, y hay una especie de sensación flotando en el personaje del otro lado del teléfono, como de inmadurez, como de un egocentrismo un tanto desmesurado...
Pero vamos: esto es puesto a decir algo. Me gusta mucho este relato.
Y es una pena que no firmeís, porque os perdeís cantidad de cerves, a las que invitaría gustoso si supiera quien escribe estas cosas tan bien fabricadas. Que sepais que con esta actitud, lo único que haceís es engañaros. A vosotros y vuestros padres, que os dado una educación....
Puestos a criticar, que se trata de eso, yo veo un poco maniqueo el temita, y hay una especie de sensación flotando en el personaje del otro lado del teléfono, como de inmadurez, como de un egocentrismo un tanto desmesurado...
Pero vamos: esto es puesto a decir algo. Me gusta mucho este relato.
Y es una pena que no firmeís, porque os perdeís cantidad de cerves, a las que invitaría gustoso si supiera quien escribe estas cosas tan bien fabricadas. Que sepais que con esta actitud, lo único que haceís es engañaros. A vosotros y vuestros padres, que os dado una educación....
yo lo firmé, pero no sé por qué no apareció la mardita firma.
lo curioso de este relato es que no hay nada en él que sea producto de la invención. la conversación se desarrolló tal cual. lo que tuvo la virtud de provocar la cascada de reflexiones que se adjudica el narrador-protagonista, como cuando una piedra viene a remover las aguas estancadas.
tiene sus añitos, eso sí.
gracias por el comentario (que tú tampoco has firmado, por cierto. así, ¿cómo voy a saber yo quién es el guapo o guapa que me va a invitar a cañas?
l.
lo curioso de este relato es que no hay nada en él que sea producto de la invención. la conversación se desarrolló tal cual. lo que tuvo la virtud de provocar la cascada de reflexiones que se adjudica el narrador-protagonista, como cuando una piedra viene a remover las aguas estancadas.
tiene sus añitos, eso sí.
gracias por el comentario (que tú tampoco has firmado, por cierto. así, ¿cómo voy a saber yo quién es el guapo o guapa que me va a invitar a cañas?
l.
pues, aunq ue también me gusta, tengo que decir que me resulta un tanto obsesivo. Supongo que toda esa densidad representa la realidad de sucesos y pensamientos que se producen en un espacio de tiempo no demasiado amplio. Hay algunas frases que me llegan con una claridad que roza la perfección, pero con otras, nasti. el final lo bordas, y me he reido bien con el puto armario
s
s
yo agradezco la sinceridad, que tanto cuesta sacar. Ya que está colgao en el blog, será para que lo critiquemos, digo yo. Me gusta, me gusta mucho, porque dice las cosas como son, (vamos, que todos sentimos a veces el plastazo de tener que aguantar a otros por el hecho de que son, o se supone que son tus amigos, y no nos atrevemos casi ni a reconocérnoslo a nosotros mismos) pero coincido con el anónimo, veo demasiado "odiosa" a la tipa del teléfono. La primera lectura me gustó más que la segunda, en la que tengo la certeza de que es el tipo el que está bastante obsesionadillo con la tipa del otro lado ( y entonces vuelvo a verme reflejada con mis pecados - soy yo, y no el amigo/a en cuestión, el que produce estos pensamientos -). Me resulta muy atractiva la conversación, porque está muy bien acompañada con la actitud del menda. El segundo párrafo me ahoga un poco.
por cierto,
¿quién dudaba de que era de luis?
si somos unos pelotas, nadie comenta ningún relato tanto...
(así que yo me uno al peloteo anónimo.)
por cierto,
¿quién dudaba de que era de luis?
si somos unos pelotas, nadie comenta ningún relato tanto...
(así que yo me uno al peloteo anónimo.)
Pues a mí,dejando aparte el tema, que también, me gusta, cómo no, la técnica,la fluidez,el vocabulario, la puntuación, etc, o sea, el oficio.
A veces, en el taller me da la impresión de que olvidamos un poco hablar del oficio en nuestra críticas, centrándonos demasiado en el qué contamos.
Me despido mostrando mi respeto y veneración al autor, pa pelota yo.
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A veces, en el taller me da la impresión de que olvidamos un poco hablar del oficio en nuestra críticas, centrándonos demasiado en el qué contamos.
Me despido mostrando mi respeto y veneración al autor, pa pelota yo.
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