martes, enero 02, 2007

 

Chatarra

No sé si alguna vez has estado cerca de la vía del tren. Muy cerca cuando pasa un tren de mercancías. Como una apisonadora a trescientos kilómetros por hora. Como las imágenes enlazadas de una guerra a gran velocidad en la pequeña pantalla.
Como un golpe rotundo que levanta el aire, que agita todo alrededor.

Jugábamos a atravesar el puente de la vía, en ambos sentidos, quinientos metros sobre traviesas. Abajo estaba el río.
Había un pequeño semáforo en uno de los extremos del puente. Si se ponía rojo, había que correr por aquellos tablones flotantes hasta tierra firme, antes de que pasara el tren. Era imposible echarse a un lado: dos paredes de metal oxidado acompañaban la vía todo el tramo. Nunca supe si hubiera podido colarme por entre dos de las traviesas, hasta el agua, en caso necesario.
En eso consistía el juego.

Los trenes de mercancías pasan a toda leche y te revuelven el pelo y la ropa, te dejan cara de pasmad@.
Luego llega tu tren. Escoges uno de los vagones más vacíos, para poder sentarte donde quieras, ver sólo los asientos alrededor y poder mirarte sin reparos en el cristal de enfrente.
No da igual el lugar en el que te sientes en el tren, como no da igual el lugar dónde estás cuando un tren de mercancías pasa por delante de tus narices.

Éramos S, N, L, G, B (más conocida como “hueso loco”) y yo.
S era el furor de los chicos, pero apenas se daba cuenta. G es la hermana mayor de N, dos de ocho; L es la hija de mi madrina (personaje de la España profunda) y B... no sé muy bien de donde salió, pero hacía gimnasia deportiva muy en serio. También se pillaba unas cogorzas de impresión. Bueno, en realidad todas lo hacíamos.

Los trenes de mercancías llevan los pensamientos de la gente a otro lugar, donde reposan amontonados como en un viejo cementerio de coches. Chatarra.

S vino a Madrid. Paseamos durante dos horas y después cogió un taxi al aeropuerto. Llevaba dos años en Dusseldorf, pero antes de eso ya vivía en la punta de la península opuesta a la mía.
Es aún más guapa. A veces nos parecía bastante remilgada, a N, G y a mí; pero, es que ella era así.

Dejan, al pasar, un silencio extenso, un vacío opaco en el gesto, y la profundidad clavada en los ojos.
Son como un grito anclado.

G terminó su carrera algunos años más tarde de lo previsto y se fue a Londres. Luego estuvo en Zaragoza y, ahora, lleva seis meses aquí. Apenas nos vemos, trabaja mucho.
N tiene dos hijos. De dos y tres años, con nombres difíciles de pronunciar. Detestaba el colegio, ni siquiera acabó el instituto.
Siempre lleva un poco de buena ironía en algún bolsillo.

Los pensamientos se amontonan como chatarra en un lugar donde las vías se acaban. No podrás recuperarlos. Una vez que el tren pasa has perdido el hilo, por muy importante que consideres lo que estás pensando.
Lo único que permanece es la canción que baila en la cabeza. Tararear, una y otra vez, el mismo fragmento.

R era el mellizo de G. Yo le adoraba. A veces lo acompañaba a regar, por la tarde; pasábamos horas hablando, o en silencio. Fumábamos, mientras se hacía de noche y el agua recorría un surco tras otro. Siempre se nos escapaba por algún lado, “¡corre, cierra allí!”.
R podía decir el alfabeto entero eructando. Estaba loco por S.

Los pensamientos acaban en un viejo cementerio de coches, cuando ya te han llevado al lugar donde has de coger otro nuevo automóvil, cuando ya no pueden llevarte más allá; y se desmontan por propia inercia, dejando piezas que enmarañar en un nuevo puzzle durante el camino real; en un vagón medio vacío.

G nunca ha tenido pareja. La verdad es que no sé lo que haría durante su estancia en Londres. Cuando salíamos de fiesta y algún chaval le decía a R lo buenas que estaban sus hermanas, él le apostaba un banquete a que no era capaz de quedar con ninguna de las dos. G y N tenían bastante mala hostia, sobre todo con los tíos.

El puzzle de tu propia figura en el cristal oscuro de enfrente.
Una postura; la figura de un ser lejano que reconoces, como otras veces, ante el espejo, pero que aún te sorprende asociar contigo mismo. Te fascina descubrir que así es como eres.
Miras tu expresión varada y permaneces inmóvil, desafiante, intentando encontrarte al final de la oscuridad de tus propios ojos.

Yo tenía mucha suerte, dormía en la cocina, donde estaba la única fuente de calor de toda la casa, y la ventana con el poyato interior. Podían verse las cortinas de lúpulo tras la tapia del patio, y la vía del tren que cruzaba el pueblo.

Componer el puzzle a oscuras, palpando piezas con cuidado.
Entrar y salir de un túnel.
Sin alguna de las piezas, que se llevó el vagón de mercancías junto con tus pensamientos.

Hay lugares que nunca vuelven a ser los mismos, después de que algo concreto te suceda en ellos. Como aquel único banco del frontón, donde me esperaba E una noche. Cuando yo volvía con la certeza de que le amaba más que a mi azarosa y promiscua vida y él me esperaba con la certeza de que ya no podía más.
O esa esquina de un cruce junto a Plaza Castilla, en la que me dejó mi hermano con su coche, tras una tarde en la que ambos estábamos hechos mierda y, ambos, fingimos que éramos felices.

Entonces viene el capullo del revisor y te pide que bajes los pies del otro asiento. Buscas con prisa el Abono en los bolsillos del abrigo arrugado a tu lado y todo se reduce a los mismos gestos.

Mi madre dice – tú también tienes “poderes”- tras relatarme como le han sacado, por tercera vez en su vida, un ente del cuerpo, en sus prolíferas clases de Reiki.
Joder madre, pienso.
Reprimo mi curiosidad por conocer que clase de poderes poseo y según quién. Acabaría lloriqueando si no lo hiciera, y no es esa clase de conversación.

Cuando se abren las puertas, el frío te golpea el cuerpo y, por un momento, el barullo de la gente saliendo del vagón te sitúa de nuevo en su mismo suelo. Los golpes metálicos de las taquillas de salida y pisadas de sombras que se disuelven.
Luego la calle, como una larga alfombra al frente. Quieta, callada.

De L ni siquiera tengo un número de teléfono. Hace tres años, cuando volvía a dormir a casa de la abuela, al final del pueblo, un coche cruzó la carretera a toda velocidad. Casi me atropella. Frenó unos metros más adelante con la misma intensidad. L bajó de él. Me había reconocido, se alegró mucho de verme. Yo, creo haber visto a pocas personas más enzarpadas en mi vida.
Hacía viajes relámpago a Asturias y limpiaba en el antiguo molino, convertido en una victoriana casa rural.

Si le contaras a alguien de dónde vienes, no se creería que hasta allí pueden llevarte los trenes.






“EMPLAZAMIENTO”: El ser revisor es un curro como otro cualquiera. Lo de capullo, tiene su sentimiento.


S. M. C.

Comments:
joder, qué bueno.
no sé qué más decir.
la ostia, la hostia.
lore
 
Huyendo de adjetivos que al final me suenan huecos digo que:lo he leido varias veces pq me gusta mucho y lo pienso volver a leer más.Estás sembrada que se dice smc.
 
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