jueves, julio 06, 2006
martes dementes
INFIERNILLO
A través de las acacias que rodeaban la iglesia, el convento y la maternidad, una mancha roja, se abría paso entre los cientos de lisiados y enfermos, que todos los martes, llegaban a rastras a la “misa de sanación”.
-Me gustaría hablar contigo-dijo cuando estuvo a mi altura -Me llamo Jane- extendió su brazo y sus largas uñas carmesíes rozaron mi muñeca.
-Yo, Ana-respondí con sorpresa.
-Ya lo se. No es la primera vez que te veo por aquí-señaló mi hogar - Te estaba esperando-añadió con una sonrisa.
- ¡Karibu nyumbani!, ¡vamos a casa a beber un chai!.
Jane, era una de esas descomunales Mamas africanas de anchas caderas y pechos exuberantes. Mamas capaces de amamantar a dos niños mientras otro cuelga de la fuerte espalda. Mamas del Mundo. Mullidas. Tibias.
Jane con turbante, vestido y zapatos de un rojo salvaje flotaba sobre la hierba.
A su lado, yo. Ínfima. Cruda.
En la cocina herví agua para el té con los restos de frutos de vainilla ugandesa que me quedaban. Jane arrugó la nariz al ver el infiernillo chino- demasiado sucio, siempre oliendo a queroseno-dijo.
Al enterarse de mi nacionalidad, Jane, torció la roja boca con una mueca de tristeza- sólo hablo francés, inglés y algo de alemán-dijo. A medida que destripaba parte de su vida, reconocí mi soledad en la suya.
Jane hablaba despacio. Se exforzaba en buscar las palabras precisas en inglés. Rechazaba expresiones en suahili que yo, hacía tiempo, no podía excluir de mi vocabulario. Nuestras vidas eran opuestamente iguales. Había vivido varios años en Europa. Su marido y sus hijos seguían allí. Ella, no se por qué extraña razón, decidió regresar a su pueblo, donde, ahora, era propietaria de un bar-hotel. Se interesó por mi trabajo y por mi estancia en África. Me hizo prometer que visitaría el grupo de sus amigas alfareras.
Jane preguntó si conocía al magnifico padre Joseph.-es muy seguro para ti, vivir cerca del padre-dijo. Asentí sin hacer comentario alguno. Un concepto muy distinto del director espiritual de la misión católica rondaba por mi cabeza.
La imponente mujer intentaba acudir cada martes a la iglesia. Yo le aclaré, que los martes, trabajaba hasta tarde. Los cánticos de las eucaristías que se alargaban hasta bien entrada la noche, me sacaban de quicio. La peregrinación de moribundos me hacia vomitar.
-Bueno, aún así, el próximo martes pasaré a verte- dijo al despedirse.
-Karibuni tena- respondí. Le acompañé hasta la puerta del compaound siguiendo la tradición africana.
La cara de Philip, mi mejor amigo, mostraba preocupación. No entró sonriendo en casa como era su costumbre. Su mirada, aunque seguía abierta, rehuía la mía.
-Ana, el padre Joseph me manda decirte-explicó con nervios- que la mujer esa de rojo, no puede volver a entrar aquí.
-¿Qué dices?- pregunté con extrañeza.-¿El padre no quiere que hable con mujeres que trabajan en los bares?, ¡vaya actitud cristiana!-añadí con ironía.
Philip juntó las palmas como si estuviera rezando.-Ana, esa mujer, es muy peligrosa-sus ingenuos ojos se agrandaron-créeme, no hables mas con ella.
-Philip, Philip, tranquilo- noté que tenía miedo-Jane viene todos los martes a misa . Adora al padre Joseph-expliqué acariciándole la cabeza.
-Ana, esa mujer pertenece a una secta que invoca al demonio-dijo con voz temblorosa-te ha elegido a tí porque eres débil, no pisas la iglesia, estas indefensa, no conoces los caminos del mal...
” Soy el blanco perfecto pensé”. Me empecé a reír estrepitosamente.
-Ana-continuaba mi querido amigo a trompicones- esas gentes son horribles. Todos ellos se reúnen desnudos, ¡hombres y mujeres mezclados!-mis carcajadas se escucharon en todo el compaound-hacen sacrificios de sangre al diablo. No te rías-dijo con una sequedad que me avergonzó.
-Philip-dije secándome las lágrimas- perdóname, no te ofendas, pero yo no creo en Dios, Satán no me puede atacar. No te preocupes, estoy libre del bien y del mal.
Philip movió la cabeza de un lado a otro chasqueando la lengua. -Ana, por favor, no la vuelvas a ver. Nos dimos un achuchón fraternal. Desapareció en el mismo momento en el que mis demonios irrumpieron. Se cruzaron.
Aquella noche soñé con el padre Joseph. Paró su pikipiki delante de mi casa y me invitó a subir. El sillín me resultó tan cómodo como el mío. Nos detuvimos una vez para recoger a Ruth, hermosa joven que se alojaba en el convento. El padre Joseph no quiso decirnos a donde nos dirigíamos. Cuando llegamos al Bar-Hotel de Jane nos hizo bajar de la moto.
Allí estaban todos juntos. Desnudos como había preconizado mi Philip. Los cuernos les asomaban por entre los pliegues de los turbantes. Jane se paseaba por encima de la barra dando coletazos a diestro y siniestro. El Hombre Lobo y el Violador la tiraban del rabo. Los diablos y diablesas saltaban, reían, bebían cerveza “Safari” hasta caerse de bruces. Fornicaban los unos con los otros sin parar. Vi al padre Joseph encular a Ruth mientras uno de ellos le sodomizaba. No recuerdo haber follado en sueños con Jane pero sí con Ben.
El martes siguiente encontré, en la puerta de mi casa, una cocina de gas, un ramo de flores y una cesta con frutas y verduras, que sin duda, no procedían de los alrededores. A Philip aquello le pareció la prueba irrefutable de que venían a por mí.- Hay que tirar todo esto. No te comas nada- me dijo severamente.- te dejaran embarazada y luego se comerán a tu hijo- aseguró.
En un par de días di buena cuenta del contenido de la cesta. La cocina de gas me pareció un regalo divino. Philip tardó meses en probar cualquiera de mis platos.
El bar-hotel de Jane existía en el pueblo que me dijo. Llevaba cerrado desde que murió su dueña.
A través de las acacias que rodeaban la iglesia, el convento y la maternidad, una mancha roja, se abría paso entre los cientos de lisiados y enfermos, que todos los martes, llegaban a rastras a la “misa de sanación”.
-Me gustaría hablar contigo-dijo cuando estuvo a mi altura -Me llamo Jane- extendió su brazo y sus largas uñas carmesíes rozaron mi muñeca.
-Yo, Ana-respondí con sorpresa.
-Ya lo se. No es la primera vez que te veo por aquí-señaló mi hogar - Te estaba esperando-añadió con una sonrisa.
- ¡Karibu nyumbani!, ¡vamos a casa a beber un chai!.
Jane, era una de esas descomunales Mamas africanas de anchas caderas y pechos exuberantes. Mamas capaces de amamantar a dos niños mientras otro cuelga de la fuerte espalda. Mamas del Mundo. Mullidas. Tibias.
Jane con turbante, vestido y zapatos de un rojo salvaje flotaba sobre la hierba.
A su lado, yo. Ínfima. Cruda.
En la cocina herví agua para el té con los restos de frutos de vainilla ugandesa que me quedaban. Jane arrugó la nariz al ver el infiernillo chino- demasiado sucio, siempre oliendo a queroseno-dijo.
Al enterarse de mi nacionalidad, Jane, torció la roja boca con una mueca de tristeza- sólo hablo francés, inglés y algo de alemán-dijo. A medida que destripaba parte de su vida, reconocí mi soledad en la suya.
Jane hablaba despacio. Se exforzaba en buscar las palabras precisas en inglés. Rechazaba expresiones en suahili que yo, hacía tiempo, no podía excluir de mi vocabulario. Nuestras vidas eran opuestamente iguales. Había vivido varios años en Europa. Su marido y sus hijos seguían allí. Ella, no se por qué extraña razón, decidió regresar a su pueblo, donde, ahora, era propietaria de un bar-hotel. Se interesó por mi trabajo y por mi estancia en África. Me hizo prometer que visitaría el grupo de sus amigas alfareras.
Jane preguntó si conocía al magnifico padre Joseph.-es muy seguro para ti, vivir cerca del padre-dijo. Asentí sin hacer comentario alguno. Un concepto muy distinto del director espiritual de la misión católica rondaba por mi cabeza.
La imponente mujer intentaba acudir cada martes a la iglesia. Yo le aclaré, que los martes, trabajaba hasta tarde. Los cánticos de las eucaristías que se alargaban hasta bien entrada la noche, me sacaban de quicio. La peregrinación de moribundos me hacia vomitar.
-Bueno, aún así, el próximo martes pasaré a verte- dijo al despedirse.
-Karibuni tena- respondí. Le acompañé hasta la puerta del compaound siguiendo la tradición africana.
La cara de Philip, mi mejor amigo, mostraba preocupación. No entró sonriendo en casa como era su costumbre. Su mirada, aunque seguía abierta, rehuía la mía.
-Ana, el padre Joseph me manda decirte-explicó con nervios- que la mujer esa de rojo, no puede volver a entrar aquí.
-¿Qué dices?- pregunté con extrañeza.-¿El padre no quiere que hable con mujeres que trabajan en los bares?, ¡vaya actitud cristiana!-añadí con ironía.
Philip juntó las palmas como si estuviera rezando.-Ana, esa mujer, es muy peligrosa-sus ingenuos ojos se agrandaron-créeme, no hables mas con ella.
-Philip, Philip, tranquilo- noté que tenía miedo-Jane viene todos los martes a misa . Adora al padre Joseph-expliqué acariciándole la cabeza.
-Ana, esa mujer pertenece a una secta que invoca al demonio-dijo con voz temblorosa-te ha elegido a tí porque eres débil, no pisas la iglesia, estas indefensa, no conoces los caminos del mal...
” Soy el blanco perfecto pensé”. Me empecé a reír estrepitosamente.
-Ana-continuaba mi querido amigo a trompicones- esas gentes son horribles. Todos ellos se reúnen desnudos, ¡hombres y mujeres mezclados!-mis carcajadas se escucharon en todo el compaound-hacen sacrificios de sangre al diablo. No te rías-dijo con una sequedad que me avergonzó.
-Philip-dije secándome las lágrimas- perdóname, no te ofendas, pero yo no creo en Dios, Satán no me puede atacar. No te preocupes, estoy libre del bien y del mal.
Philip movió la cabeza de un lado a otro chasqueando la lengua. -Ana, por favor, no la vuelvas a ver. Nos dimos un achuchón fraternal. Desapareció en el mismo momento en el que mis demonios irrumpieron. Se cruzaron.
Aquella noche soñé con el padre Joseph. Paró su pikipiki delante de mi casa y me invitó a subir. El sillín me resultó tan cómodo como el mío. Nos detuvimos una vez para recoger a Ruth, hermosa joven que se alojaba en el convento. El padre Joseph no quiso decirnos a donde nos dirigíamos. Cuando llegamos al Bar-Hotel de Jane nos hizo bajar de la moto.
Allí estaban todos juntos. Desnudos como había preconizado mi Philip. Los cuernos les asomaban por entre los pliegues de los turbantes. Jane se paseaba por encima de la barra dando coletazos a diestro y siniestro. El Hombre Lobo y el Violador la tiraban del rabo. Los diablos y diablesas saltaban, reían, bebían cerveza “Safari” hasta caerse de bruces. Fornicaban los unos con los otros sin parar. Vi al padre Joseph encular a Ruth mientras uno de ellos le sodomizaba. No recuerdo haber follado en sueños con Jane pero sí con Ben.
El martes siguiente encontré, en la puerta de mi casa, una cocina de gas, un ramo de flores y una cesta con frutas y verduras, que sin duda, no procedían de los alrededores. A Philip aquello le pareció la prueba irrefutable de que venían a por mí.- Hay que tirar todo esto. No te comas nada- me dijo severamente.- te dejaran embarazada y luego se comerán a tu hijo- aseguró.
En un par de días di buena cuenta del contenido de la cesta. La cocina de gas me pareció un regalo divino. Philip tardó meses en probar cualquiera de mis platos.
El bar-hotel de Jane existía en el pueblo que me dijo. Llevaba cerrado desde que murió su dueña.