lunes, octubre 26, 2009
En una arista de El Atazar
Cinco pasos después se aseguró que la cola de lagarto seguía enterrada bajo el manto de hojas estivales;
sólo entonces se resignó y dejó que su pecho respirara.
Estaba ante la encina que había sobrevivido
a la ardua tarea de impedir que la corriente se acercase hasta mis pies.
Cinco ondas azules, efecto de su mano derecha,
crecieron hasta besar el muro que sofoca la sed de la ciudad.
Y no debe sumergir los ojos en el agua porque se confunden
con el fondo.
Y cree que no sabe contar los granos de un puñado de arena en sus manos;
pero cuando la miro hablar, sé que esos dedos:
provistos de uñas, serán capaces de arrancar el placer de otra espalda.
Sueño que pronto llorarás para calmarme.
bl