jueves, junio 28, 2007

 

EN EL FILO

Por fin se filtró algo de claridad por la ventana. No es que fuera mucha, pero le pareció evidente que la noche había llegado a su final.

Con meticuloso orden, comenzó a quitar las sábanas del sofá, guardándolas en la parte baja del mueble del salón. Allí se apilaban, en aparente caos, los recuerdos de las últimas vacaciones, las botellas semivacías de ginebra y una almohada eléctrica que nunca llegó a utilizarse.

Tras una ducha poco reparadora, afrontó el cansancio de la rutina con el ánimo que le pudo aportar un café. Lo tomó frío: el microondas no funcionaba.

Se puso la camisa blanca nueva y el traje gris de las grandes ocasiones, aunque no vio necesaria la ropa interior. Salió a la mañana perdiendo su mirada en los árboles más cercanos a la entrada de la casa. Debería haberlos podado en febrero. "Una primavera lluviosa después de un invierno sin podas, es garantía de enfermedad", le había dicho el dueño del vivero.

Cerró, al fin, la puerta tras sus pasos.

Negociaba las primeras curvas con un cuidado exquisito, pulcro. Cuando las casas dejaron de flanquear la carretera, metió gas buscando la aceleración inmediata . Dejaba que el aire le diera de lleno en la cara.

El cielo pálido del amanecer, apenas saturado por el sol y sin color definido – "un cielo secreto", se dijo – estaba desnudo de nubes. Tampoco había pájaros. La humedad empañaba sus gafas y hacía frío. Cerró la visera del casco , conectó sonido a los auriculares - "Carne para la picadora": nada fue nunca mejor dicho - y se dejó llevar a través de la cinta gris, viajando de un lado a otro del asfalto en cada curva. Las montañas aparecieron en el cambio de rasante. Comenzó a llorar.

Cuando entroncó con la autovía, se dio cuenta de que en las curvas, los brazos se habían separado de su cuerpo. Cada uno de ellos había alcanzado vida propia. O , tal vez, él estaba roto.

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