martes, agosto 29, 2006

 

TIEMPO BLANCO

TIEMPO BLANCO

-Abróchense los cinturones. Permanezcan sentados. Vamos a entrar en zona de turbulencias- se escuchó por megafonía.
Algunos portaequipajes se abrieron y unos pocos enseres se estrellaron contra el suelo del pasillo. Mi mente se concentraba en mi estómago, más por la emoción ante lo desconocido que por los movimientos del aparato. Abajo las copas planas de las acacias no lograban esconder las cebras y elefantes que pastaban con tranquilidad.Verde. Rojo. Negro. África desplegaba sus colores.
En el vestíbulo del aeropuerto, entre la multitud, una soberbia figura llamó mi atención. - Ana ¿no?-.
Experimenté una sensación de bienestar ante aquel ondulante cuerpo que se encaminaba a la salida empujando mi carrito.
Ben, al volante, esquivaba las decenas de personas, que se lanzaban a la calzada sin miedo a ser embestidas por los coches que circulaban sin aparente control. Las furgonetas de transporte público, los matatus, atestados de gente, con el cobrador colgado de la puerta, llevaban pintadas desafiantes como Death Room que atraían a los viajeros. Los matatus, aunque llevaban una ruta “fija”, que podía cambiar según el estado de la circulación, paraban en cualquier lugar en el momento en que uno lo solicitaba.
Muchas veces vi a los matuteros agarrar algún peatón, convencerle y casi arrastrarle hasta el interior de la furgoneta. Los cobradores de los matatus dirigían a la población con más determinación que el mismísimo presidente.
Mi sitio favorito era al lado del conductor, honor que normalmente compartía comprimida entre dos enormes Mamas.
En la capital pasé unas cuantas semanas familiarizándome con la política, historia, economía, costumbres de las distintas tribus a través charlas que Ben, por aquel entonces, se dedicaba a organizar. Dimas Okello, mi jefe, se acercó hasta el hotel para conocerme y acompañarme hasta mi nuevo hogar en Sega. El hombre agarró su muñeca derecha al ir a chocar mi mano. Pensé que le dolía y que tendría miedo de yo pudiera retorcérsela. Mas tarde me di cuenta que era una señal de respeto.
-Llevamos mucho tiempo esperando que alguien viniera a trabajar y a vivir con nosotros- dijo asomando la lengua por entre los dientes.
-Una pena que el inglés aquel muriera-continuó- Hizo mucho por nuestra comunidad.
-No sabía nada- respondí buscando una explicación en el rostro de Ben.- ¿Qué pasó?
-Nada peligroso créeme- Ben sostuvo mi mirada. -La familia no quiere que se sepa-. Sentí miedo: acababa de llegar, por delante quedaban dos años.
La conversación, encontra de lo que esperaba, derivó en banalidades. No me enteré del proyecto al que me iba a incorporar. Todos los comentarios eran abstractos. Mi jefe no finalizaba las frases. La percepción que yo tenía del tiempo como tal, con sus horas minutos y segundos, se fue al traste. Mi “Tiempo Blanco” no funcionaba en aquel continente. El hombre intercalaba preguntas personales con bromas que a medida que transcurrían las horas se me antojaban pesadas. Dimas pasaba de un punto a otro sin prisa, como si se hubiera aprendido de memoria un discurso que alguien, medio borracho, le hubiera soplado a la oreja. Empecé a notar un fuerte dolor en la nuca. Ben me miraba con curiosidad. Estudiaba mis reacciones.
-¡Vaya personaje este Dimas!- soltó cuando se fue. -No te preocupes, aunque se haya arrancado los seis dientes de la dentadura inferior, no es un salvaje. Le conozco. Es analfabeto pero es un buen tipo. Confía en mí.
-¿Y lo del inglés?-insistí.
- Ana, ya lo averiguarás por ti misma - Ben no hizo ningún ademán por tranquilizarme.- Te visitaré cada cierto tiempo por si tienes problemas. En cualquier momento me puedes llamar y venirte para acá.
-¡No hay teléfono! ¿Tengo que aprender a tocar los tambores?- Ben se rió al verme tan desesperada

Dimas vino a buscarme en coche, un suzuki una puerta. La del copiloto, inexistente, había sido reemplazada por una cuerda a la altura del antebrazo. Nunca llegué a entender la finalidad de la misma. Comprobé en reiteradas ocasiones que la abrían y cerraban como si de una verdadera puerta se tratara. Isaias, el conductor, me puso al corriente sobre el pueblo, los compañeros de trabajo, los mercados de los alrededores.
-Estoy buscando a una blanca como segunda esposa-dijo mientras los dos se desternillaban de risa
-Escribiré a mi madre a ver si tiene otra hija disponible-le contesté. Me percaté que la risa era el motor de África.
Alba, una compatriota se presentó en casa a las pocas semanas con una botellita de kognaky. –Al principio la vida aquí es difícil, pero terminarás encantada con este país y su gente-. Me comentó con pena que su contrato había terminado regresaba a España. Volvería pronto para casarse con su novio.- Escríbeme si necesitas algo-
Creí divisar un coche parecido al de Ben cerca del bar del pueblo. El hormigueo que se había apoderado de mi ombligo, se desplazó hasta la entrepierna cuando entré en el establecimiento y le vi sentado con una Tusker en la mano. Con mucha calma paseó sus ojos por mi cuerpo. Deseé que la noche cayera de repente. Que se quedara conmigo.

-Te he traído algo. Está en el coche. Cógelo.- me dijo dándome las llaves. Estuve unos diez minutos intentando abrir la puerta hasta que Ben muerto de la risa asomó su guapa cara por la ventana- prueba con el coche de al lado. El doctor, propietario del vehículo que yo intentaba “forzar”, se unió a la celebración.
Entre cerveza y cerveza le fui contando los progresos que había hecho: la enfermedad del inglés, mi nueva casa en la misión católica, las visitas Big Boy…
-Nzuri sana - el suahili en sus labios me desarmó y me acordé de la película un “Pez llamado Wanda” en la que la protagonista se excita al oír hablar en ruso.
Cuando después de unas cuantas Tusker me propuso cenar, caí en la cuenta que hacía dos o tres horas que había salido de mi casa , dejando una olla a presión en el fuego.-ay, ay, ay, haraka bwana.
¡Vámonos!, ¡deprisa!- Por suerte la válvula de seguridad se había derretido. Sólo se arruinó la cena y la olla.
Ben decidió que era muy tarde para continuar su viaje. Le preparé una cama en la habitación libre que tenía. No me dio tiempo a colgar la mosquitera. Pasamos varios días encerrados en casa. Nos alimentábamos a base de papaya y mango. Me volví loca. Encima de él, cabalgaba por la sabana del Kilimanjaro o me perdía en los recovecos del Ngoro Ngoro. Follé con África. Me enganchó.
Una carta de Alba en contestación a la mía, llegó a Sega. Con gran tristeza me comunicaba, sin culparme, que Ben era su novio. Según ella, las blancas éramos su diversión. Las negras sus compañeras. Me acordé entonces de lo que me había leído la echadora de cartas: te encontraras con un demonio. Lo pasarás en grande. Si te enamoras de él será tu perdición. Es el Diablo disfrazado.

sábado, agosto 19, 2006

 
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